Lulu y Nana son dos hermosas bebés, mellizas, nacidas en China. No tienen nada que envidiarles a lxs 15 millones de chinitxs que nacieron en 2018, nada que las diferencie del resto -y menos para la mirada etnocéntrica occidental que, llegando al final de la película oriental de moda, no logra identificar con soltura a lxs protagonistas-. A no ser por un pequeño detalle: las hermanitas son la opera prima de He Jiankui, el científico mundialmente conocido como el Frankenstein Chino, y son los primeros seres humanos modificados genéticamente.
Pero, para empezar por donde se debe, hay que reconocer que si existió un Frankie Oriental, que pudo traer al mundo a Lulu y Nana, fue porque antes pasaron cosas. La historia arranca con el pie izquierdo y, muy a contrapelo de los epítetos que siempre le adjudican a la madre las fallas de origen -por respeto a la audiencia nos ahorramos el glosario-, en este caso todo el mérito es de los padres de la genética; el biólogo estadounidense James Watson y el físico británico Francis Crick.
Ellos describieron la estructura del ADN; esa especie de rulo espiralado en el que se acomodan siempre las mismas cuatro moléculas (adenina, timina, guanina y citosina). No importa si sos una babosa, el Chino Darín, un hongo pie de atleta o un carpincho dispuesto a asaltar un nuevo barrio privado en Nordelta: estás formadx por estos cuatro elementos, pero combinados de distintas maneras. Y descifrar esto fue el puntapié inicial para que la cosa terminara como terminó; la receta paso a paso para fabricar tu propio ser humano (o de cualquier otra especie) estaba en camino. Pero no nos adelantemos.
Fantástico. Aplausos de pie. Premio Nobel para estos dos encantadores caballeros. Aunque, hay un detalle menor, de esos que siempre vienen a opacar la alegría de quienes contemplan, encandiladxs, el avance científico. Parece ser que estos muchachos descubrieron la estructura del ADN más o menos como Colón descubrió América. Se lo encontraron ahí y la historia les puso sus laureles. Quélevamo’ahacer.
Resulta que cuando recibieron el Nobel de Fisiología y Medicina, en 1962, a Watson, Crick y un tercero llamado Wilkins -no, nada que ver con el de la sopa de caracol-, se les escapó mencionar que se habían inspirado en el trabajo de otra científica. A sus 30 años, Rosalind Franklin había logrado plasmar en su famosa Foto 51, cómo lucía la molécula del ADN cristalizada y, además, había hecho anotaciones precisas sobre distancias, formas, estructuras y elementos. Pero… ¿Qué pruebas tiene usted para decir que ellos conocían ese trabajo? ¡Usted no puede decir semejante barbaridad! Usted tiene que arrepentirse de lo que dijo…
Parece que algunos indicios hay. Antes que nada, Rosalind y el Wilkins que no cantó watanericonsu -qué dice realmente ese estribillo es otro misterio de esos que a ciencia nunca resolverá- se conocían muy bien; compartían lugar y tema de trabajo pero no se podían ni ver, así que cada uno hizo su camino… supuestamente. Sin embargo, un día de trabajo como cualquier otro, Wilkins llevó de tour a unos amigos para que escucharan una charla en la que su compañera contó sus resultados, después los paseó por el laboratorio de Rosalind -dicen las malas lenguas que ella los sacó volando- y, finalmente, comenzó con ellos una colaboración entrañable en la que gran parte de la tarea consistía en echar mano de los resultados de la científica, sin su consentimiento, por supuesto. Sí, acertaron, sus dos compinches eran, ni más ni menos, que Watson y Crick. Y la cooperación fue tan fructífera que terminó en premio Nobel.
Lamentablemente, Rosalind Franklin murió a los 37 años -por un cáncer, producto de la exposición a las sustancias que dieron la dichosa foto 51-, sin enterarse de nada de lo que ocurría a sus espaldas y cuatro años antes de que los padres de la genética recibieran su galardón de madre no reconocida. Como el Nobel no se entrega a personas muertas, hay quienes encuentran ahí una tranquilidad moral que justifica la omisión. Pues no mi ciela. Esta posición sería razonable si la prohibición de honrar la memoria de quienes pasaron a mejor vida también incluyera a los papers y discursos de agradecimiento de los agasajados, porque demoraron mucho, mucho tiempo, en dejar de hacerse los otarios distraídos.
Hasta que ya no pudieron evadir los rumores y el peso de las evidencias. Años más tarde, los tres reconocieron esta omisión en diferentes momentos, entrevistas, declaraciones e incluso libros. Eso sí, siempre bajo el manto de comentarios despectivos y socarrones. Es que, también, Rosalind se las traía. Había estudiado en Francia y había importado a la circunspecta Inglaterra algunas costumbres que no eran dignas de una lady. Era demasiado liberal en su comportamiento y no cuidaba en nada su aspecto físico. A quién se le ocurre, por el amor de jebús, que una mujer que se precie de tal, pueda negarse a usar labial rojo y verse atractiva para el sexo opuesto ¡Qué descaro! Y encima se quejaba de todo, hasta de pavadas como, por ejemplo, de que no le permitían entrar a la sala de profesores ni a las áreas de descanso por ser mujer ¿Para qué quería estar en esos espacios tan aburridos dónde sólo se intercambiaban ideas, se trababan alianzas y se comentaban informalmente los pormenores de las investigaciones científicas?
Pero paremos la mano, tampoco vamos a tildar a estos gentlemen de machistas y deshonestos así porque sí. Al menos uno de ellos era bastante peor. James Watson reflotó su fama en 2007 y, nuevamente en 2014, por decir, una y otra vez, a todxs lxs que quisieran escuchar, que las personas negras son menos inteligentes por una razón genética. “Existe el deseo de que todos los seres humanos sean iguales, pero las personas que tienen que tratar con empleados negros saben que no es así”, dijo muy suelto de cuerpo en una entrevista en un canal público estadounidense. Quién necesita pruebas científicas si todo el mundo ya sabe la verdad, ¿nocierto? Terminó siendo expulsado de su universidad y despojado de los honores del Nobel que, al cabo que ni quería: en 2014 se convirtió en el primer premiado de la historia en subastar su medalla de oro. Le sacó la bicoca de 4,8 millones de dólares al magnate metalúrgico ruso Alisher Usmánov.
Retomando el hilo de la historia, más allá o más acá de los datos de filiación, la criatura ya estaba andando. Conocer la estructura del ADN abría la caja de Pandora y la genética se perfilaba como la llave perfecta para hacer realidad los sueños -y también las pesadillas- más profundos de la humanidad, donde las fronteras entre la ciencia y la ficción se hacen difusas.
La década del ‘90 y principios de los 2000 fueron tiempos muy bizarros; es que gran parte de la humanidad no esperaba sobrevivir y salió a quemar los trapos. En ese contexto de frenesí neoliberal, la ficción regalaba escenarios más o menos delirantes con eje en la manipulación genética: una mujer marroquí se enredaba con un gemelo vivo, uno muerto y el clon de alguno de ellos en el hitazo brasilero “El Clon”; Uma Turman y Ethan Hawke protagonizaban la película “Gattaca” que imaginaba una casta de superhumanos de diseño y hasta Disney se hacía eco del tópico de moda en “Lilo & Stitch”.
Mientras tanto, la ciencia no se quedaba atrás. Para 2003, con sólo 13 años de estudio y un presupuesto de 3000 millones de dólares, se logró descifrar el código genético humano (casi) por completo. O sea que cuando Jiankui -que terminaría siendo el famoso Frankenstein chino- todavía luchaba contra el acné juvenil y cursaba sus primeros años en la facultad, no sólo se conocía la estructura y características del ADN, sino que, además,ya se había descubierto la fórmula secreta del ser humano, con cada uno de sus ingredientes -¡antes que los de la Coca Cola!-. Pero faltaba algo más. Saber cómo está hecho, no significa saber hacerlo ni, mucho menos, poder lograr una versión mejorada.
En 2012, mientras muchxs seguían esperando el fin del mundo -ahora según predicciones atribuidas a los Maya-, Emmanuelle Charpentier y Jennifer Doudna crearon una nueva herramienta de edición genética, fácil, económica y precisa. Las tijeras genéticas, tal como se conoce a esta técnica, son capaces de identificar un sector concreto de un genoma y cortarlo o editarlo sin extraerlo -por ende, sin tener que volverlo a poner en su lugar, tarea para nada menor-.
Este invento fantástico abrió un sinfín de posibilidades para crear cultivos resistentes al moho, las plagas y la sequía, recuperar especies de animales extintas -atenti con Jurasic Park– o alterar una levadura para transformar azúcar en biocombustible. Pero, no nos hagamos lxs sotas, también es la punta de un ovillo al que hace rato la humanidad quiere desenrollar y, quienes andaban con ganas de ponerse creativos con el diseño de personas, se frotaron las manos.
Ni lerdos ni perezosos, en 2017, un equipo de investigadorxs de Estados Unidos pusieron a las tijeras en las tapas de todos los diarios. Habían conseguido corregir una mutación patogénica, exitosamente y sin aparentes daños colaterales, en docenas de embriones humanos -¿qué fue de ellxs? ¿Y si ahí estaba el famoso feto ingeniero?-. Partiendo de ahí, ¿cuánto podía demorar en llegar al mundo el primer bebé modificado genéticamente? No mucho. Qué digo no mucho, nada casi; meses.
En octubre del año siguiente el científico chino He Jiankui, lo anunciaba en su canal de Youtube: “Dos hermosas niñas chinas, llamadas Lulu y Nana, llegaron al mundo llorando, tan sanas como cualquier otro bebé, hace algunos días. Ahora están en casa con su mamá, Grace, y su papá, Mark. Grace quedó embarazada a través de un proceso normal de fertilización in vitro, con una diferencia: después de enviar el esperma de su marido a su óvulo, también enviamos una proteína e instrucciones para una cirugía genética”.
Así le contaba al mundo a través de las redes -¿papers científicos? ¿para qué?- que había creado a dos niñas con una mutación que las hacía ser inmunes -o parcialmente inmunes- a infectarse con el Virus de la Inmunodeficiencia Humana (VIH). Y que todo fue un éxito, no hay mutaciones no deseadas a la vista y… casi se le olvida, pero lo tiró en un congreso un mes después, hay un tercer bebé en camino. Guau, qué pedazo de logro científico, ¿no? Estamos, según las palabras del propio Jiankui, ante la herramienta para terminar con la pandemia del VIH que azota a la humanidad hace ya medio siglo y, además, puede acabar también con muchísimas enfermedades genéticas ¿No es una maravilla? ¿Por donde retiro mi Nobel?
Bueno, el asombro fue, en general, acompañado de escepticismo y desagrado. No es que estuviera mal experimentar con humanxs, es que la técnica no era segura aún y no se habían cumplido los protocolos, se habían violado los consensos implícitos de la comunidad científica. Nada tenía que ver que He fuera “Jiankui” en lugar de “Yankee”. Tampoco ayudaba el hecho de que los resultados no hubiesen sido publicados todavía -o sea que técnicamente no se sabía cómo lo había hecho ni cómo había salido-. Pero, para peor, cuando empezaron a escarbar un poco y se encontraron con el manuscrito que había presentado para publicar en, al menos, dos prestigiosas revistas científicas, se dieron cuenta que estaba flojo de papeles en varios sentidos más.
Reproducimos a continuación la reconstrucción de un diálogo tan inchequeable como verosímil, entre Don Nadie Dijo Nunca y He Jiankui, repasando algunas de las dudas que surgieron en torno a la investigación y se pueden ver, por ejemplo, acá.
-ADVERTENCIA: no consentimos la utilización de esta reconstrucción para el spot de campaña de candidatxs a las PASO-
– Sr. Jiankui, ¿lxs progenitorxs de Lulu y Nana estaban al tanto de que sus hijas habían sido sometidas a una modificación genética?
– Sí
– …
– Bueno… no sé, lo dejo a su criterio.
⦍Esto no se aclaró nunca y, de hecho se cree que podrían haber aceptado bajo coerción ya que el padre de las bebés es VIH positivo y esta condición le prohíbe someterse a tratamientos de fertilización asistida -necesaria para la seguridad de los embriones- por ley, en China⦎.
– Usted, además de científico, ¿es médico?
– No exactamente
– Pero, participaron médicxs…
– Lo dijo usted, no yo…
– Suponiendo que sí, quienes participaron, ¿estaban al tanto del procedimiento?
– Paso
⦍El equipo citado como autor del trabajo no incluye a lxs profesionales que habrían estado encargados del tratamiento de fertilidad ni a lxs obstetras que habrían hecho el seguimiento del embarazo ni atendido el parto. No se sabe quiénes fueron ni si tenían conocimiento del proyecto en el que estaban participando⦎.
– Lulu y Nana, ¿tenían riesgos mayores que otrxs niñxs de contraer VIH?
– No en realidad…
– Quizás durante el proceso de fertilización, a través de su padre…
– No, porque se usó una técnica de lavado de esperma que es sumamente segura y se usa hace décadas.
– Y, entonces, ¿por qué someterlas a un proceso tan riesgoso?
– Para hacerlas inmunes a la infección, más tarde y, además, para poder replicar esto en el mundo entero y dar por finalizada este flagelo.
– O sea que habría que editar genéticamente a todos los bebés del mundo durante generaciones para frenar una pandemia cuyas consecuencias más severas se ven en países pobres, cuando ya hay, por ejemplo, vacunas en camino… ¿esa es la solución que propone?
– Usted hace muchas preguntas…
– Bueno, cambiemos de tema, entonces, ¿cómo se logra la inmunidad?
– Produjimos una mutación en un gen, muy parecida a una que se da naturalmente en millones de personas que no se infectan jamás.
– Parecida, pero ¿funciona igual?
– Ojalá
– ¿No hicieron la prueba?
– A esa te la debo…
⦍Aunque se podría haber testeado en laboratorio -con células en vez de con bebés- si esta mutación tenía el mismo efecto o cualquier otro, no lo hicieron. Es decir que aún no se sabe qué produce esta modificación y, encima, una de las bebés sólo tiene mutados la mitad de los genes. O sea que es, de acuerdo con Jiankui, “parcialmente” inmune ¡¿WTF?! ¿Qué quiere decir esto? ¿Cómo funciona esta semi-inmunidad en la práctica?⦎
– ¿Es cierto que adulteró análisis de sangre?
– Calumnias
– ¿Falseó los reportes del comité de bioética?
– Patrañas
– ¿Ignoró los datos que indican que las mutaciones no salieron bien e igualitas en todas las células?
– Voy a llamar a mi abogado…
En fin, Jiankui fue acusado por la justicia china por quebrar la ley, ejercer la medicina ilegalmente, falsear documentación y alguna que otra cosita más. Como resultado, el tristemente célebre Frankestein Chino recibió 3 años de prisión, una multa por tres millones de yuanes (algo así como 430 mil dólares) y una inhabilitación en el rubro de la salud y la ciencia de por vida. Dice He que él es sólo un adelantado a la época y, en algunas décadas, sabrán reconocerlo como el genio que es. Y que, al final, con estas nimiedades éticas a unx no le dejan revolucionar el mundo con las bondades de la ciencia. Qué vergüenza, qué diría Jener.
A pesar de todo, en 2020, Jennifer Doudna y Emmanuelle Charpentier, las creadoras de las tijeras genéticas, obtuvieron el premio Nobel de Química. Antes de ellas sólo 5 mujeres habían obtenido este reconocimiento. No es taaaan poco, habían transcurrido nada más que 112 años.
La academia sueca justificó la premiación aduciendo que “Las tijeras genéticas CRISPR- Cas9 han revolucionado las ciencias de la vida molecular, han brindado nuevas oportunidades para el fitomejoramiento, están contribuyendo a terapias innovadoras contra el cáncer y pueden hacer realidad el sueño de curar enfermedades hereditarias «.
Mariela López Cordero
Mariela López Cordero es comunicadora social, especializada en ciencia y tecnología e integrante de Entre tanta ciencia. Trabaja hace más de diez años buscando formas de conectar la ciencia con la sociedad y, desde 2012, es comunicadora en el CONICET. Disfruta particularmente explorando el vínculo entre comunicación científica y arte a través de cuentos infantiles, obras de teatro y podcasts. Curiosa desde siempre, encuentra en la ciencia un modo de ver el mundo que fomenta la crítica, la creatividad y, sobre todo, la duda. Convencida de que el conocimiento es poder, ve a la comunicación como una herramienta indispensable para la democracia.