Villancicos circumpolares

Ilustración: Jeremías Di Pietro

«En todas las familias hay una letra chica que todos pueden leer y simular a la vez que no existe.»
Juan Forn

Hay pocos lugares en la Tierra que guardan tantos misterios e intrigas como ese gigantesco paredón de hielo que, gracias a lo extremo de su clima, permanece casi inexplorado. Y hay puntos que seguirán en ese estado por siempre, inalcanzables para humanxs, robots o máquinas. Es por esto que no puede precisarse cuál es su altura o su espesor exactos. Esta enigmática muralla esconde secretos que harían caer nuestro sistema mundo y, por eso, es custodiado celosamente por el Gobierno de los Estados Unidos, o de Rusia… o de China, por qué no.

¿Increíble? Sí, para mentes cándidas como las nuestras. Pero no para las avispadas inteligencias terraplanistas que saben (?) que eso que conocemos como Antártida es, en verdad, el borde de la Tierra, la baranda que impide que nos caigamos del plato hacia el universo. Todo esto provoca serios replanteos… ¿Serán los creadores de Game of Thrones terraplanistas? ¿Quién le copió a quién? Y entonces, John Snow y los Vigilantes del Muro ¿son yankees o rusos? ¡¿o chinos?!

Esta fábula simil GOT, diseñada por los conspiracionistas del gorro de papel aluminio, no sólo es delirante, sino que, además no logra construir un mundo más fascinante que la Antártida real. Es que este bloque inmenso de tierra y hielo que cubre una superficie parecida a Europa + Argentina + Bolivia, es el único continente que rodea (e incluye) a un Polo en nuestro planeta. Y no habrá caminantes blancos, dragones, fortalezas, ni fuego valyrio, pero la escenografía no tiene nada que envidiarle: una enorme barrera de hielo bordea buena parte de sus costas, en otras zonas se abre una ancha península. Al interior, altísimas cordilleras y hasta un volcán en actividad lo convierten en un paraje alucinante. Eso sí, team verano abstenerse: la mínima registrada llegó a los -89° y las rafagas de viento gélido alcanzan la velocidad de un Fórmula 1 (320 km por hora, para ser más precisa).

¡Feliz Navidad para todxs!

Tampoco las disputas por el poder, típicas de las 794 temporadas de la serie más exitosa de HBO, estuvieron ausentes de la historia antártica. Sin embargo, en la actualidad, la cosa se resuelve por otros medios. Antártida hoy es más parecida a la mesa de Nochebuena de muchas familias: una cordialidad forzosa que esconde rencores, listos para desatarse a la primera copa de clericó de más. Es que bajo esas ropas elegantes y finos modales, hay más de un episodio oscuro.

Uno de los momentos más interesantes ocurrió a principios del siglo pasado. Luego de que se conociera que uno o dos hombres habían alcanzado el Polo Norte en 1909 -en realidad parece que fue una doble farsa, pero no vamos a irnos por esas ramas ahora- los aventureros del mundo volcaron sus ojos hacia su opuesto y se lanzaron a la carrera.

Robert Scott y su grupo. Fuente imagen: Herbert Ponting -National Geographic

En uno de los carriles, con el número 17, Robert Falcon Scott encabezó la Expedición Británica Antártica. El equipo contaba con una importante ventaja competitiva: conocían el territorio ya que, primero el propio Scott y luego Shackleton, uno de sus antiguos compañeros, habían intentado alcanzar el Polo previamente y, aunque ninguno lo logró, habían conseguido trazar y probar una buena ruta. Además, durante aquella experiencia, Robert había aprendido que los perros que se usaban para tirar de los trineos eran animales testarudos e ingobernables, por lo que decidió cambiarlos, en esta ocasión, por ponis siberianos y tres trineos a motor. Anoten este dato porque fue clave para el resultado de su hazaña.

El segundo carril fue ocupado por Roald Amundsen, con el 22, representando a Noruega. El muchacho había conseguido financistas -y unos cuantos buenos consejos de su amigo Scott- para su expedición al Polo Norte a bordo de una embarcación del gobierno noruego. No obstante, ante la noticia de que este ya había sido alcanzado, sin dudarlo pegó el volantazo hacia el Sur. Su tripulación se enteraría sobre la marcha, su -ahora- competidor en pleno viaje hacia Antártida y sus auspiciantes demasiado tarde. Hombre experimentado en travesías a latitudes heladas, a diferencia de su contrincante, apostó a la capacidad de los perros siberianos para cargar con los trineos en esas condiciones tan extremas e incluyó a cientos de ellos.

Así se largó, a fines de 1910, la carrera por la conquista del Polo Sur. Vamos a empezar diciendo que ambos llegaron a la meta, casi un año después de su arribo a Antártida, que había ocurrido en enero de 1911. Sólo que uno de ellos encontró una bandera en lo que se suponía era el paralelo 90°S y que había sido clavada unos 35 días antes por su rival.

Con el diario del lunes, es clarísimo que la elección de transporte de Scott fue horrible: uno de los tres trineos motorizados cayó al mar antes de arrancar y los otros dos se rompieron después de recorrer menos de 80 km de los 1500 que debían transitar. Los ponis se enterraban en la nieve hasta las rodillas y no pudieron aclimatarse, por lo que el último de ellos fue sacrificado a poco de haber completado un cuarto del trayecto. Entonces -no quedaba más remedio- la comitiva inglesa debió cargar cientos de kilos de equipaje y las provisiones. Y aunque seguir relatando los infortunios del pobre Robert parece saña, este hombre tenía cada idea que no deja muchas opciones: por no abandonar el espíritu científico de su campaña, conservó hasta el final del viaje unos 16 kg de piedras y fósiles.

Por el contrario, la expedición del noruego transcurrió según lo planeado: almacenes distribuidos a lo largo del trayecto, con distintos insumos y mucha, mucha, carne de foca; perros nacidos para correr en la nieve que sirvieron de transporte y alimento, y abrigos de pieles como los que usaban los esquimales. Resultado… pasen a recoger su premio lxs que apostaron por Amundsen, porque el 14 de diciembre de 1911, la bandera de Noruega -que se había transformado en un país independiente tan sólo 6 años atrás- fue la primera que flameó en el Polo Sur. Todos los expedicionarios y 12 perros volvieron al punto de partida, sanos y salvos después de 99 días de travesía polar.

Del otro lado, Scott y sus compañeros corrieron una suerte bastante más tétrica. No sólo les arrebataron el primer puesto, sino que, además, del grupo de 5 que recorrería el tramo final, dos ni siquiera llegaron al polo. A los otros tres, incluido el propio Robert, los encontraron varios meses después, casi haciendo cucharita, en una carpa parcialmente cubierta de nieve. Sin vida, pero con material científico de sobra…

Un poco de justicia poética

Quienes se amargaron por el triste final de Scott, sepan que de todos modos fue considerado un héroe nacional por sus aportes y su valentía. Y esta sensación extraña que deja saber que a los ingleses, reconocidos piratas de mares y tierras, les piratearon el Polo Sur, se pone más rara aun cuando nos enteramos que actualmente en el paralelo 90°S hay una base científica de Noruega Estados Unidos. Ladrón que le roba a ladrón, que le roba a ladrón… ¡que pase el que sigue!

Ya con el tema de la conquista del Polo resuelta, la fiebre antártica se enfrió (platillos). De hecho, Argentina fue el único que mantuvo una presencia continuada en ese continente desde 1904 hasta fines de la década del ‘30, cuando Alemania la pudrió con su Expedición Antártica y provocó una lluvia de campañas. Es que la zona prometía no sólo un espacio vital muy necesario para un imperio en expansión que carecía de colonias -el Tercer Reich- sino también potenciales riquezas que nadie se quería perder.

Dos décadas después, en 1958, luego de la Segunda Guerra Mundial y ya comprobado que en Antártida no había recursos explotables con la tecnología que existía, empezó a gestarse el tratado Antártico. Suscrito el 23 de junio 1961 (acaba de soplar las 60 velitas) por todos los países que reclamaban soberanía sobre estas tierras, impone un uso pacífico y eminentemente científico de las mismas, pero no implica la renuncia de las demandas soberanas de ninguno de los firmantes. Ese fue el origen de la Nochebuena perenne que son las relaciones antárticas y el motivo por el cual los países en disputa tuvieron que sublimar sus ganas de guerra en otras actividades.

Una buena oportunidad para canalizar esas energías fue una nueva competencia a mediados de los ‘80, esta vez, blandiendo destrezas científicas. Resulta que en todos los continentes habían aparecido restos de dinosaurios, menos en la Antártida. Además, este inminente hallazgo podría confirmar la hipótesis de que el continente blanco había estado unido a América del Sur y Australia. Geólogxs y paleontólgxs coincidían: el que busca, tarde o temprano, encuentra.


En este contexto, un grupo de científicos argentinos, en el verano de 1986, llegó con retraso, por problemas logísticos, a la Isla James Ross -al norte de la península Antártica reclamada por Argentina y también por Gran Bretaña- y se encontraron con que una delegación inglesa se había instalado en el lugar exacto donde tenían pensado armar base. Si bien la competencia científica corre siempre por otros carriles, no es muy loco pensar que el ambiente puede haberse teñido tácitamente por las disputas territoriales que mantienen ambos países en Antártida desde hace casi un siglo y con la Guerra de Malvinas a solo cuatro años de distancia.


En el verano de 1986, con el helicóptero que los trasladaría roto, Olivero cuenta: “Nos sentíamos muy mal porque otras personas que habían cubierto más de 15.000 km de distancia estaban en nuestro lugar de trabajo investigando nuestro tema. Ante su pregunta -del Director Nacional del Antártico- ¿Y quiénes son esas personas?, la respuesta previamente pensada tuvo efecto demoledor: ¡Los que nos ganaron la guerra, los ingleses! Al día siguiente nos transportaron a la isla James Ross”


Pero había más malas noticias para los argentos. Mientras ellos caminaban distancias enormes todos los días, los británicos tenían modernos cuadriciclos con los que iban y venían en la nieve. Nadie lo dijo, pero imagino que en un rapto de encono, cuando los argentinos miraban a aquellos blondos (?) ingleses que parecían gozarlos con su indiferente marcha motorizada, ocurrió la serendipia. Ya sé que tratamos de no caer en estereotipos sobre los procesos de investigación y lxs investigadorxs, pero permitámonos un poco de mística en este caso.

Porque además el propio Eduardo Olivero, miembro del equipo celeste y blanco, lo reconoció en una charla con el periodista fueguino Gabriel Ramonet: «Es difícil que un científico lo diga, pero fue una de esas inspiraciones que uno no entiende muy bien. Era un día fantástico, con sol muy bajo, y por algún motivo se producían unos reflejos dorados que me hicieron recordar el paisaje del parque de Ischigualasto o Valle de la Luna, donde yo había estado hacía poco y que es un lugar clásico de dinosaurios en la Argentina. Por eso hice la conexión y pensé: acá puede haber algo».

Desde la izquierda: Daniel Martinioni, Eduardo Olivero y Francisco Mussel en la Campaña de 1989 a la isla Vega de la Antártida, retratando el hallazgo de un esqueleto casi completo del Plesiosaurio Vegasaurus Molyi. Fuente imagen: gentileza Eduardo Olivero.

Y la magia ocurrió: a unos 20 metros de las huellas de los cuadriciclos ingleses, Olivero encontró una mandíbula y un diente de lo que rápidamente pudo identificar como un dinosaurio (¡¿vivo?!). Muzzarella, marcó el sitio -no existían GPSs- y fue a buscar a sus compañeros para recoger la mayor cantidad posible del material. Así descubrieron al primer dinosaurio de Antártida, un anquilosaurio -posteriormente llamado Antarctopelta Oliveroi- que, por sus características, su parentesco con otras especies de Sudamérica y Australia, y sus 11 metros de largo, 2,5 metros de alto y 4 toneladas, sólo podía haber llegado caminando por el territorio de un super continente prehistórico.

Con esto, Antártida se convirtió en el escenario del último gran descubrimiento paleontológico, de la mano de científicos argentinos, y en el que, por segunda vez, unos ingleses motorizados no ganaron la carrera. Esa Nochebuena, una vez más, hubo brindis y buenos deseos en la familia antártica; pero si miramos con más atención, seguramente encontraremos una foto donde, detrás de los ritos y buenas costumbres, las miradas delatan lo que la farsa niega.

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Mariela López Cordero
Comunicadora en Entre tanta ciencia | Ver más publicaciones del autor

Mariela López Cordero es comunicadora social, especializada en ciencia y tecnología e integrante de Entre tanta ciencia. Trabaja hace más de diez años buscando formas de conectar la ciencia con la sociedad y, desde 2012, es comunicadora en el CONICET. Disfruta particularmente explorando el vínculo entre comunicación científica y arte a través de cuentos infantiles, obras de teatro y podcasts. Curiosa desde siempre, encuentra en la ciencia un modo de ver el mundo que fomenta la crítica, la creatividad y, sobre todo, la duda. Convencida de que el conocimiento es poder, ve a la comunicación como una herramienta indispensable para la democracia.

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