Por Daniela Garanzini* (especial para Entre tanta ciencia)
Que vivimos en un mundo machista e injusto no es novedad (¡en el 506 y en el 2000 también!). Si las diferencias por género no existieran, hace rato hubiéramos dejado de conmemorar el Día de la Mujer Trabajadora. Y es que cuando alcancemos la igualdad de derechos, prescindiremos de tener que recordarle al mundo que somos parte clave del entramado productivo y científico. Pero para saber cuánto nos falta, es preciso revisar el camino que recorrimos hasta aquí, para recordar que la lucha no fue en vano y que las batallas se dan en lo cotidiano, desde la tarea individual, pero pensando colectivamente.
Dentro de las ciencias, las mujeres estamos sub-representadas si miramos el panorama mundial, ya sea porque tenemos menos acceso a la educación superior o porque, una vez alcanzado el título profesional, nos enfrentamos a un camino sinuoso dentro del área laboral que no es el mismo que recorren los hombres. A veces nos parece que la igualdad no llega nunca, que es una utopía. Cuando la lucha parece perdida, habrá que reflexionar: ¿Cómo llegamos hasta acá? ¿desde dónde partimos?
Las mujeres en Argentina fueron reconocidas para poder acceder a la educación superior recién en 1853, mediante la Constitución Nacional (recordemos: la Universidad Nacional de Córdoba se había fundado en 1613, mientras que la Universidad de Buenos Aires ya funcionaba desde 1821). Pero en 1869 tuvimos un revés: el Código Civil de Dalmasio Vélez Sarsfield de 1869 nos consideraba “inferiores e incapacitadas”, por lo que era necesario tener consentimiento del padre o marido (¡qué sorpresa! ¿Quién lo hubiera dicho?) para estudiar en la universidad y trabajar profesionalmente.
Recién a principios del siglo XX comenzaron a aparecer las primeras graduadas de Argentina: Elida Passo, Julieta Lanteri, Cecilia Grierson, Alicia Moreau y Elvira Rawson en medicina; Sara Justo en odontología; María Atilia Canetti, Ernestina y Elvira López y Ana Mauthe en filosofía, historia y letras; Carolina Spegazzini, Susana García, Juana Dieckmann en biología y Elisa Bachofen en ingeniería.
Muchas de ellas lo hicieron a través de acciones judiciales y muchas pudieron acceder gracias a que venían de familias adineradas que habían podido pagar la formación extra que implicaba un estudio universitario. Pero de todos modos las trabas no terminaban ahí: ejercer el título y aplicar sus saberes era, prácticamente, una misión imposible.
Una vez que obtenían su título, sin importar promedio, el ingreso al mercado laboral se hacía imposible. Solo por nombrar dos ejemplos: la primera médica cirujana del país, Cecilia Grierson, con 35 años de experiencia en ginecología y obstetricia, nunca pudo acceder al cargo de profesora de la Cátedra de Obstetricia para parteras. Incluso cuando ella era la única aspirante en el concurso, los jurados lo declararon desierto, ignorando por completo su capacidad y experiencia en el tema. Tampoco pudo Raquel Camaña, pedagoga que se graduó de la Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, con su tesis “La educación sexual de nuestros hijos” en el año 1910. Le negaron el cargo de suplente en la cátedra de Ciencias de la Educación, porque las mujeres no podían aspirar a la docencia universitaria.
La presencia de las mujeres en las carreras universitarias comenzó a hacerse más fuerte a principios del 1900; sin embargo, (¡vaya patriarcado!), en la firma de la Reforma Universitaria no hay ni una sola mujer.
Miremos un poco el presente ¿Estamos mejor? Se sabe que Argentina, entre unos pocos países, tiene una distribución equilibrada de hombres y mujeres dentro de la ciencia. Lo cual es, en una primera lectura, bastante alentador, si lo comparamos con los valores globales donde las mujeres representan no más del 23 por ciento, según datos de la UNESCO.
El panorama se ha revertido, pero a no cantar victoria, aún. Todavía hoy, en pleno siglo XXI, hay mecanismos que perpetúan el techo de cristal en las universidades y el sistema científico. Mientras que las mujeres conforman el 61 por ciento de las personas que egresan y el 49,95 por ciento del plantel docente del sistema universitario argentino, el 89 por ciento de lxs Rectorxs son hombres, según los datos relevados para 2018-2019 de la Secretaría de Políticas Universitarias dependiente del Ministerio de Educación de la Nación.
Parece que los números no son tan simples como parecen, ¿no? Y ameritan una mirada más crítica y en detalle. El CONICET, las Universidades Nacionales y los espacios de investigación y docencia universitaria poseen una estructura con rangos, a los que se va accediendo según logros académicos que se van alcanzando. Y es allí donde conviene poner el ojo y la lupa. Porque las mujeres representamos más del 60 por ciento de las personas que trabajan en los rangos más bajos: becarias, investigadoras asistentes, ayudantes de cátedra y jefas de trabajos prácticos. Mientras que unas pocas mujeres llegan los últimos escalafones de la carrera de investigador y docencia, y, en consecuencia, a los puestos de toma de decisiones. Sólo en CONICET se puede observar que, en la última categoría de investigador, las mujeres son menos del 25 por ciento.
Esta inversión en las proporciones se debe a que las mujeres, en su mayoría, posponen su carrera profesional por tener que dedicarse a tareas de cuidado, que se traducen en una menor producción académica y, en consecuencia, un menor avance. Lo que popularmente se conoce como “techo de cristal” y “piso pegajoso”: no ascendemos en la carrera por mecanismos culturales invisibles que nos mantienen en la base del sistema.
Este fenómeno puede y debe revertirse con políticas de Estado que propicien la igualdad, pero el primer paso, sin dudas, es la visibilización. Un avance en este sentido fue definir una directora al frente del CONICET: Ana Franchi preside el CONICET desde diciembre de 2019. Pero el cambio debe ser integral. La llegada de unas pocas mujeres a los puestos de toma de decisión no es la igualdad, se necesitan medidas que eliminen la violencia hacia las mujeres, incluso dentro de los organismos de ciencia (porque en todas partes se cuecen habas) y que permitan a las mujeres y cuerpos gestantes continuar sus carreras más allá de las decisiones familiares. Mientras las licencias por paternidad sigan siendo tan cortas, poco pueden colaborar los padres con las tareas de cuidado que sobrecargan a las mujeres.
Aquello que no se nombra no existe. Si las mujeres, que conforman la mitad de la mano de obra científica, no se ven representadas en los lugares de toma de decisión, no hay forma de incluir su perspectiva. El escenario se torna más violento para aquellas personas cuya identidad de género es trans o no binaria. Porque no existe casillero para nombrarse o identificarse, no hay estadísticas ni porcentajes que hablen sobre ellxs. Las barreras socioculturales y las violencias físicas y simbólicas complejizan su acceso a los estudios universitarios, a la vez que restringen fuertemente su ingreso al mercado laboral. Como si la ciencia fuese un espacio exclusivo para hombres. Y si estos representan el estereotipo de hombre maduro, despeinado y solitario, mucho mejor. la ciencia es una construcción permanente y colectiva, que necesita de la diversidad de miradas para enriquecerse.
Tenemos ganado buena parte del terreno, eso es indiscutible. Desde Cecilia Grierson hasta hoy, las cosas han cambiado, los variados logros y conquistas dan prueba de eso. Hoy sabemos que la ciencia es indispensable para el desarrollo de un país y que el género no debe ser un condicionante para ser parte de ella. Necesitamos incluir todas las miradas, que el género no limite la elección de una profesión, que el Estado acompañe este cambio para no privar a nadie de ser una futura Mujer Trabajadora de la Ciencia.
Nos queda mucho camino por delante, pero no olvidemos todo lo que ya recorrimos, porque la lucha continúa, hasta que ser mujer no sea un riesgo, una limitación ni una puerta que se cierra.
Feliz Día Compañeras
Daniela Garanzini
Dani Garanzini es marplatense por adopción. Estudió Biología y trabajó en ciencia de laboratorio durante más de 10 años. El teatro, la docencia y la comunicación empezaron a ganar terreno en su vida cuando promediaba el doctorado en Ciencias Biológicas. Ese mismo camino le enseño que la ciencia no sirve si no se comparte y, así, se sumergió en el mundo de comunicar la ciencia a tiempo completo. Tarea que hoy realiza en diferentes formatos y plataformas, con tantas ganas como errores, pero con la convicción de que la comunicación de la ciencia es un puente inevitable e imprescindible.