Había una vez…pero ya se fue

Arte: Jeremías Di Pietro

Estoy intentando recordar el rostro de una persona que ya no está. Es una persona que quise mucho y que conocí en detalle y, sin embargo, algunos rasgos de su cara desaparecen de mi memoria.

¿Cuál es la función primera de quienes comunicamos ciencia?
A) comunicar con precisión un conocimiento determinado, o
B) promover interés por la ciencia.

Tal vez, algunx de ustedes se atreverá a responder “las dos cosas”. Pero les recuerdo que, de manera arbitraria, «las dos cosas» no era una opción. En el interrogante: “¿Qué es primero, el huevo o la gallina?”, no podemos contestar el gen, Dios o el embrión. No podemos porque en ocasiones, la pregunta lo es todo; en ocasiones, la mera pregunta es infinita. ¿Cómo funciona la mente? No lo sé. Pero es una pregunta hermosa. ¿Y entonces, de qué voy a hablar a continuación? De cómo funciona la mente ¿Sos o te haces?

Aquí hay un cuento que bucea en un océano neuronal. Al juego, invitamos a dos investigadorxs para que aporten esa precisión que no puedo darles. O no. Tal vez, aquí, si exista una opción C.

Un momento por favor

En un viejo pizarrón, hay una frase escrita en tiza, que la profesora subraya:


“La identidad se define por nuestra capacidad de reconocernos en una trayectoria individual, producto de nuestra experiencia, nuestro recuerdo”.


“Hoy, queridxs estudiantes, vamos a hablar del gen, esa cosita tan diminuta y que sin embargo guarda una gran cantidad de información. Y lo que debemos preguntarnos es: ¿Qué pasa cuando modificamos algo genéticamente? Vamos a cambiarle por ejemplo el color de las alas a una mariposa. En lugar de ser azules, serán ahora, rojas ¿Qué estamos cambiando ahí? Lo estamos cambiando todo. Porque los genes, queridxs, tienen memoria”.

La profesora se adelanta unos pasos y, sosteniendo una tiza, pregunta “¿A ver? ¿Cuál es el primer recuerdo que tienen?, el más antiguo. ¿La leche tibia de la teta de mamá?, ¿la mano firme de papá al abrazarlos?, ¿la velita de la torta? ¿se acuerdan de aquella vez cuándo se cayeron del triciclo? Viajen hacia atrás en la memoria. Retrocedan todo lo que puedan y fíjense hasta dónde llegan. Normalmente, nadie recuerda nada antes de los tres o cuatro años de vida. Este fenómeno se llama amnesia infantil y es un proceso que el cerebro genera durante esta etapa para desarrollarse”.

En los primeros años, cada estímulo externo es una novedad para la mente que crea millones y millones de conexiones neuronales nuevas y al crearlas, borra recuerdos. Cada luz que se prende, cada ruido que el bebé oye, cada osito de peluche que acaricia, acelera el proceso y como un tren que avanza a toda velocidad, no hay forma de detenerlo. Sin embargo, algunas personas, poquísimas, encontraron un recoveco. Saltaron de aquel tren en movimiento y lograron retroceder más allá de lo que la mente permite y han podido así, salvaguardar, sus primeros momentos.

En el aula magna de la Universidad había un silencio deseado. Todxs estaban atentxs a la explicación.

“Cierren los libros”, pidió la profesora. Caminó unos pasos por el salón y luego insistió ante los estudiantes que se mantenían impávidos. “Cierren los libros. Les voy a contar una historia”.

“Jorge era una persona que tenía una obsesión. Quería que su hija de dos años no se olvide de él. Pero sabía que, al llegar a la adultez, la mente de María lo borraría todo de un plumazo. También a Jorge. Si, el padre sería borrado. Por lo menos eso indicaban los manuales que había leído.

Bueno, casi todos los manuales que había leído, pero no todos. Las últimas páginas de unos pocos libros, los menos rigurosos, los menos valorados por las instituciones científicas, le reservaron algunas esperanzas. Si un episodio relativamente habitual es asociado con una emoción intensa, por ejemplo, una alegría extrema o una tristeza demasiado profunda, puede llegar a generarse un recuerdo de largo plazo, aseguraban.

Esta obsesión fue convirtiendo a Jorge en un hacedor de rutinas extremas. Cada vez que llegaba con la mamadera a la pieza, se producía, lo que solía llamar ‘la lluvia’. Presionaba la mamadera y llenaba de leche la pieza, la cuna y a María, que para ese entonces tenía un año. Ella lanzaba una risita dulce, casi silenciosa. Tiempo después cuando su hija incorporó sólido a la dieta, “la lluvia”, fue de papilla, de fideos, Nestún o de alguna fruta. Si ella lloraba porque tenía algún dolor, él lloraba más fuerte, se revolcaba. Montaba siempre una gran escena, digna, cada vez, de ser memorable y María, al término de cada acto, lanzaba la risita dulce.

En aquellos libros que acompañaban a Jorge al sillón, a la cama e incluso a su trabajo, se afirmaba que la memoria estaba íntimamente asociada al lenguaje. Así, a la hora de dormir, luego de ponerle el pijama y cubrirla con su mantita preferida, el padre le leía a su hija el diccionario Larousse ilustrado. Angora, Angosto, Angostura. Cada noche un grupo de palabras nuevas eran definidas de forma precisa. “Ahora decilas vos”, pedía.

Cuando el cáncer ya había demolido cada una de las defensas que el sistema inmune de Jorge había levantado y la quimioterapia había sido derrotada, las medidas se volvieron drásticas. Era el cumpleaños número dos de María y el hermoso clima de aquella tarde de primavera lo animó a levantarse de la cama. Con esfuerzo acompañó a su hija a la pequeña plaza que se encontraba frente a su casa. El sol estaba radiante y María a la par. Feliz de estar junto a su padre, montaba en su triciclo nuevo.

Tal vez, la felicidad no se fije en la memoria. Tal vez sea efímera como suele decirse, tal vez no sea lo suficientemente intensa para afianzar un recuerdo por siempre. María pedaleaba lo más rápido que podía y al encarar la pendiente pronunciada de la plaza, salió despedida. El pie de su padre había pateado la rueda. Jorge se agachó, besó el pequeño chichón, alzó a su hija y la miró a los ojos por última vez”.

Los estudiantes cerraron sus libros algo conmocionados. Ninguno hablaba. La profesora avanzó algunos pasos hacia ellos. “Lo recuerdo todo. Cada momento. Su rostro, el color del triciclo, mis manos en el manubrio, sus lágrimas, la mano en mi cabeza. El olor a pasto y el calor del sol. Todo”, aseguró la catedrática a sus alumnos de Psicología General y luego lanzó una risita dulce, casi silenciosa.

Agradecemos a lxs investigadorxs María Victoria Pisano y Alberto Díaz Añel por sus aportes científicos (en esta pizarra y al principio de este cuento) en este relato, autoría de Alejandro Cannizzaro
Alejandro Cannizzaro
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Alejandro Cannizzaro escribe. Escribe todo lo que puede. Escribe desde que puede. Trabaja de periodista científico en el Centro Científico Tecnológico CONICET-CENPAT, en Puerto Madryn. Ciudad en la que vive desde 2014. Las ballenas no le gustan tanto. Escribe. Es autor de algunos cuentos y una obra de teatro que anda girando por ahí. Tiene 44 años y una hija que se llama Amanda.

María Victoria Pisano
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María Victoria Pisano tiene 39 años, es Bióloga y Dra. en Neurociencias, egresada de la Universidad Nacional de Córdoba. Su experiencia profesional se ha desarrollado en dos áreas principales: investigación y docencia. Los proyectos de investigación en los que ha trabajado pertenecen al campo de las Neurociencias, específicamente al estudio del Aprendizaje y la Memoria y, como estudiante postdoctoral, trabajó en el campo de la Epigenética. Como docente, se desempeña en diferentes espacios curriculares en la educación media, relacionados a las ciencias exactas y naturales, haciendo énfasis en la educación ambiental, comunitaria y sexual integral.

Alberto Díaz Añel
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Alberto Díaz Añel es doctor en Ciencias Biológicas (UBA) y Especialista en Comunicación Publica de la Ciencia y Periodismo Científico (UNC). Profesional Principal de CONICET y Comunicador institucional del Instituto Multidisciplinario de Biología Vegetal (IMBIV-CONICET-UNC). Además, es autor del libro de divulgación científica Ciencia monstruosa (Editorial de la UNC).

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