Juan Salvo, el héroe que quisimos ser…y que todo el tiempo estamos construyendo


-Este texto contiene (demasiados) spoilers de la serie y de la historieta. Si no las leyó/miró completas, favor de abandonar esta nave…o continuar bajo su propia responsabilidad-

Escribo estas líneas aún con la conmoción en el cuerpo luego de devorar, en una sesión prácticamente maratónica, El Eternauta, de Bruno Stagnaro. Con la misma sensación, podría jurar, con que terminé por primera vez la historieta hecha libro, allá por 2003. En no más de dos tardes de temprana adolescencia, la nevada mortal, los cascarudos, “manos” y gurbos poblaron mi imaginación y me dieron un boleto “solo ida” al ecléctico mundo de Héctor Germán Oesterheld, ilustrado por el brillante Francisco Solano López.

Hoy, producción audiovisual mediante, HGO está de vuelta en la agenda cultural mainstreaming. Quién diría, Héctor, que la Historia da revancha a su forma y que el Eternauta, en el fondo, siempre fuiste un poquito vos, más allá de que era también el Héroe Colectivo. O, como dijo alguna vez Roberto Gómez Bolaños, “los verdaderos héroes pierden. Lo que triunfa, con el tiempo, son sus ideas”.

No es el que sigue un análisis detallado, técnico ni tampoco sociológico de la flamante serie de Netflix. Pero sí un puñado de ideas que se me despiertan ante esta adaptación y, aún más, ante el complejo escenario temporo-espacial (continuum, diría HGO) que nos toca vivir y la idea demasiado instalada por los poderes de turno de que el Otro (prácticamente cualquier Otro) es un enemigo al que hay que destruir porque es una amenaza. La ficción dirigida por Stagnaro (de cuyo padre, el también cineasta Juan Bautista, habló hace poquito Bárbara Dibene en esta columna) tal vez sea una excusa para volver a transitar el camino que nos encuentre, de nuevo, con el Otro. No es poco.


Un comentario más sobre Oesterheld antes de empezar. Me decía hace algunos años la investigadora del CONICET y especialista en temas de historieta, Laura Vazquez Hutnik, que la figura de Oesterheld “va cobrando espesor en la doble cuestión de lo biográfico y lo autoral. No se puede prescindir de la biografía para leer al autor porque es, ante todo, un guionista desaparecido por la dictadura. Leer toda su obra es leer un itinerario de su radicalización política, del pasaje de la aventura a la acción. Y sólo se entiende la dimensión al leer su obra entera, desde los cuentos que hizo para niños hasta la última versión de El Eternauta o sus historietas más radicalizadas”. Bienvenida una serie que nos permita volver a debatirlo, discutirlo…y disfrutarlo.


Tiempo al tiempo

Hablar de la historieta original de HGO supone hablar de un principio y final que coinciden en el mismo punto neurálgico, como un buen relato circular borgeano. En el (caprichoso, como siempre) punto de partida del cómic, el Eternauta aparece, de golpe, en el escritorio del propio Oesterheld (sí, este último hecho personaje) para contarle (y contarnos) su historia completa. Un complejo de mamushkas, de historias que cuentan historias y, a la par, se resignifican. 

Si empiezo por este punto es por dos cosas. Primero, porque cuando en la novela gráfica el Eternauta aparece ya es el Eternauta, y contará su relato con una perspectiva histórica, compartirá la historia de Juan (y dirá que el nombre de Eternauta se lo puso un filósofo de fines del siglo XXII). Parece un detalle menor, pero no lo es: en realidad, en la serie de Netflix todavía no vimos al Eternauta en tanto concepto, se está gestando, a fuego (y nieve y horror y muerte) lento. En la historieta, con el final que se funde con el principio, la lucha contra la opresión es eterna, un conflicto que se repite con nuevos rostros. Tal vez por eso el (primer) final de la narrativa gráfica es tan amargo y difícil de digerir. La esperanza vendrá después.

Segundo, porque fue uno de los conceptos que más me impresionó en aquel momento y qué más puede alimentar las lecturas filosóficas, políticas y también físicas: la idea de la tensión latente y continua entre el pasado, el presente y el futuro como parte de un todo conectado… y la fascinante posibilidad de diversas líneas temporales (recuerden, la historieta es de 1957, eones antes de los modernos multiversos de Marvel).

Es cierto que en la serie no se evidencia un metarrelato (al menos hasta ahora). La historia parece contarse sola. Pero los creadores de esta adaptación se la arreglaron para ir dejando migajas en el camino y que este eje del tiempo como espacio político vital se haga carne. La más obvia es que, a lo largo de los seis capítulos, Juan Salvo tiene (y no es un decir) recuerdos del futuro: flashbacks pero de cosas que todavía están por pasar. Inquietante, ¿no? De pasarle a uno, probablemente pensará que se está volviendo irremediablemente loco.

El Eternauta. (L to R) Ariel Staltari, Oriana Cárdenas in El Eternauta. Cr. Marcos Ludevid / Netflix ©2024


Pero hay otras referencias al tiempo, más sutiles. Un hombre sin una pierna aparece en las primeras escenas, pidiéndole una limosna a Salvo y sus amigos (y dibuja una sonrisa en el parabrisas que vuelve a aparecer en plano, cruel e irónica, cuando el protagonista intenta encender su auto para ir a buscar a su familia). El de las muletas será el mismo que se revelará, un par de capítulos más tarde, como compañero combatiente de Malvinas de Salvo. 

No podía ser más apropiada y con mejor timing la inclusión. Cada Gobierno Nacional, desde Alfonsín para acá, ensayó o intentó un propio relato de Malvinas. A la actual gestión presidencial le llovieron críticas y abucheos de todos los sectores sociales y culturales por intentar congraciarse con los invasores británicos y relegar la cuestión de la soberanía de las islas a las últimas de las prioridades. Lo más directo es pensar que el pasado (personal, individual) de Salvo lo persigue, además de atormentarlo y desestabilizarlo. 

Pero el efecto traumático de la nevada mortal tiene anclaje directo en la nieve sobre las islas Gran Malvina y Soledad. Lo que corre por vías subterráneas es que para Argentina misma las Malvinas -pasadas, presentes, futuras- nos gritan desde cada discurso cultural, nos llaman, nos recuerdan que están ahí. Salvo “se olvidó” de un combatiente compañero. La sociedad y algunos poderes, cada tanto, también parecen olvidar a sus Héroes.

Y dos ideas más, vinculadas al tiempo. Una de la historieta original y que se mantiene: ante la caída de la nevada mortal, cae también lo tecnológico y moderno, derrotado, y aparece lo viejo de forma estoica. Se corta la luz y de golpe Juan y sus amigos son habitantes de cuevas, iluminados por un siempre milenario fuego. Lo antiguo se vuelve indispensable para recorrer el futuro. “Lo viejo funciona, Juan”, grita, extasiado, Favalli. 

La otra, más propia de la serie y que más de uno debe haber agradecido (me incluyo): no hay apuro para contar la historia. El relato se vuelve lento, pausado, casi asfixiante porque hasta la concepción misma del tiempo se alteró. Llegar aproximadamente a la mitad del capítulo 4 y entender que no toda la historia cabría en los seis estrenados (ya se confirmó una segunda y necesaria temporada) fue también entender que los creadores querían que esa tensión de civilización y barbarie, esa adaptación a la idea de la muerte por doquier calara hondo en los personajes (y en nosotrxs) antes de entrar en la otra pesadilla: en la de la invasión.


Por el lado del espacio, hay un doble juego que se torna rico para el análisis. Para lxs lectores de la historieta y para lxs espectadores de la serie que son argentinxs, resulta conocido el escenario por el que circulan y se desenvuelven lxs protagonistas (aunque más no sea por viajes, canciones o a través de la pantalla). No es Nueva York, no es Washington, no es ninguna capital europea ni tampoco Tokio, que era amenazado por Godzila. Son las calles cotidianas de Buenos Aires, la General Paz, la cancha de River Plate, la glorieta de Belgrano… las cosas no pasan solo “allá”, en el centro geopolítico del mundo, sino también acá, en la esquina del barrio. Cada rincón es escenario de la historia. Más aún, el nivel de identificación con los personajes es porque hablan como nosotrxs, visten como nosotrxs y se manejan en las mismas coordenadas culturales de pensamientos que nosotrxs.

Pero claro, rápidamente ese signo se revierte y el espacio propio, lo doméstico, se transforma: lo siniestro aparece, en ese juego de lo familiar que se torna amenazante y letal. La muerte, masiva e inconmensurable, es, ahora, el paisaje cotidiano de Salvo y lxs otrxs sobrevivientes.

Hay algo en el aire

En su ensayo El malestar en la cultura (1930) el luego ungido como padre del psicoanálisis, Sigmund Freud, afirmaba que el ser humano, para poder vivir en paz en una estructura cultural (con sus normas, leyes, costumbres y religiones) aceptaba “dominar” sus impulsos naturales -el deseo de placer, de libertad, de hacer lo que cada unx quiera- hasta el punto de reprimirlos. Y que esa represión no era gratuita, sino que derivaba en neurosis, en culpa, en angustia.

La idea, tomada mil veces en la ficción y en distintos soportes y contextos, se hace carne, una vez más, en el Eternauta: una nevada mortal cae sobre Buenos Aires y, ante la desaparición del Estado como tal (la fantasía pornográfica del más extremo de los libertarios actuales), la ciudad se vuelve jungla salvaje y los civilizados ciudadanos, en animales que dan rienda suelta a su más profundo instinto. “Homo homini lupus (El hombre es lobo del hombre)”, como dijo primero el comediógrafo latino Plauto y popularizó después el filósofo inglés Thomas Hobbes, gran teórico del Estado moderno. En tensión con ese “sálvese quien pueda” aparecerán, lentamente, intentos de organización. O, para decirlo en otros términos, formas difusas de manadas.

Pero la amenaza no son solo los pares. Mucho se ha hablado y analizado ya de la nevada, de cómo Oesterheld transformó un fenómeno natural en un símbolo de la amenaza moderna, invisible, anónima, despersonalizada, como los sistemas de control, la guerra química o la represión encubierta. Los años pasaron, la tecnología avanzó y tal vez al significante “nieve mortal” le pueden caber otros significados metafóricos. ¿Qué nos hace hoy con su silencio, con su belleza letal, con su incansable avanzar, perder nuestra humanidad? Cierto, la IA (todavía) no mata, las neurotizantes/psicotizantes redes sociales tampoco, pero…Nuevas nieves (y nuevas «fuerzas») caen del cielo.

(A propósito, ¿se dieron cuenta del bello detalle de la escena del velero en el capítulo 1 y del shopping en el capítulo 5, donde suena Paisaje, de Gilda, con el verso «no se piensa en el verano cuando cae la nieve«?)

Nosotrxs, Ellos y lxs Otrxs

La historieta completa y esta primera temporada de la serie son un canto total a la idea del Otro. Hay otredades obvias. Ellos (sí, así, Ellos, la complejidad de lo simple, gracias Héctor), los reales dueños de la invasión, autores intelectuales del exterminio y del “odio cósmico” que, al menos en la historieta, nunca mostrarán sus caras. Más otredades obvias: todo el ejército que dominan. Cascarudos, manos, hombres-robots, gurbos. Quienes leyeron la historieta sabrán que todos fueron esclavizados por Ellos, no tienen dominio de sus acciones.

La muerte también funciona como un Otro. No es casual que el verdadero pánico en los protagonistas no es ante la caída de la nieve, sino ante la muerte de su amigo, Polsky/el Ruso, que pasa de ser sujeto a objeto y un Otro trágico en un instante. De golpe, y más complejo aún, absolutamente todxs son lxs Otrxs, más, incluso, de lo que eran antes. Como dirían lxs jóvenes, todxs se “desconocen”.


En una de las clases del curso “Filosofía del Otro” realizado vía streaming para Ciudad Cultural Konex, el filósofo Darío Sztajnszrajber define al Otro, además de como “todo lo que está por fuera de mí, lo que me excede”, como “un límite, una frontera”. “Siempre que nosotros suponemos que accedemos al Otro, el Otro ya no es el Otro. Es una búsqueda incansable e infructuosa, y sin embargo, necesaria, estar siempre tendiendo a alcanzar esa otredad que se nos escapa. El Otro es un punto de fuga y el gran problema que tenemos es la domesticación de ese punto de fuga en la construcción de un Otro posible (…) Más Otro es un Otro cuando menos aspectos en común puedo tener con él”, desmenuza.


Las otredades no se acaban ahí. Gran guiño la inclusión de identidades extranjeras (Inga, la chica de Venezuela que, en función de Pedidos Ya, les había llevado el whisky; Pablo, reconvertido en esta adaptación en hijo de inmigrantes asiáticos y compañero de escuela de Clara Salvo). Son, al principio, a lxs que más de reojo se los ve. “Es una persona pidiendo ayuda”, grita Ana, el personaje de Andrea Pietra, esposa de Favalli. Y este, ante un vecino de toda la vida, dirá, más tarde: “En este momento, nadie conoce a nadie”. Demasiados puntos en común con la realidad actual.


Un aspecto más, posiblemente el que tenga más peso sociológico y simbólico: muchxs de lxs sobrevivientes son, si me permiten el término, “gente común” (y aquí sacamos a Favalli con su casa grande, su velero y la mar en coche). Escenas como la de la iglesia convertida en cuartel o del shopping (síntesis, este último, del capitalismo puro) muestran a gente de bajos recursos, gente humilde, gente que uno se cruzaría cualquier día en la panadería, en el tren, en el banco. No hay empresarios, no hay famosos, no hay altos jerarcas, no hay políticos de alcurnia. La cámara de Stagnaro y el lápiz de Solano López nos muestran siempre a la periferia, a los que, rezagados y hasta olvidados por el Poder, en un momento de envergadura histórica se vuelven (ahora explícitamente) los que toman las riendas del asunto. 

Y hablando de otredades y de “otros” Juan Salvo, hay un aspecto, en estas modificaciones, que parece sobresalir y que vuelve a la serie enriquecedora y le da múltiples capas. Este Juan Salvo que encarna un sobrio y sólido Ricardo Darín tiene muchas más contradicciones y lugares oscuros que el Salvo de tinta y papel. Tal vez porque este último tenía a su Elena y Martita con él, pero el de la serie de Netflix se muestra, de entrada, más agresivo, más combatiente incluso con su entorno, más egoísta, más desesperado y angustiado…más humano, en otros términos.

La argentinidad al palo

Las referencias al argentinismo están a la orden del día. El truco, el “selargoya o está relampajeando”, el Argentina campeón 2022 en el llavero, los Palmeras, Gilda, la chacarera, Mercedes Sosa, Soda Stereo, el (ahora) violento vecino del edificio de Elena cantando el tango “Volver”, las banderas argentinas en la escuela de Clara, Malvinas, alusiones al 2001, el Gauchito Gil y hasta un humilde nido de hornero. Se podría seguir un buen trecho más.

Rodolfo Kusch, filósofo argentino, era uno de los exponentes de aquello que “cultura es absolutamente todo”, no solo las expresiones artísticas (luego vendrían, en esa línea de pensamiento, muchxs intelectuales más). Creo que las continuas apariciones de “lo argentino” (las escenas de los combatientes cantando “Jugo de tomate frito”, o Salvo, en la historieta, hablando de los boleros “que tanto te gustan, Elena”) configuran también una forma de ser: hay, si se quiere, una “argentinidad”, una forma de ser propia, en las formas de resistencia.


Dice Vazquez Hutnik, en esta entrevista reciente para la Agencia CTyS-UNLaM: «Hay algo de ahí del saber hacer’, la idea de saber práctico, del “atar con alambre”, que respondería a lo argentino. Y lo digo en potencial porque es un imaginario identitario y, por lo tanto, irreal, un constructo social. Hay una idea hermosa pero sobredimensionada del argentino que se la rebusca. En la serie está representado en la figura de Favalli, pero también en los distintos personajes que recorren la ficción. Creo que, en términos generales, hay, actualmente, más Lucas por estos lares que técnicos o hobbistas».


Para cerrar, hablando también de lo argentino, hay un aspecto que siempre me conmovió de El Eternauta: su traje. Porque es un traje protector (y su sello de identidad) pero que está hecho, a su vez, de muchas cosas, de remiendos, de objetos que no estaban originalmente pensados para esa función. Un collage de signos continuamente resignificados. 

Me pregunto si no es un poco la metáfora final de esta historia, que cada unx, al fin y al cabo, no está sino constituido en ese ser argentinx (y latinoamericanx) por ese multiverso de mini historias, de elementos demasiado disímiles y dispares que, en conjunto, se resignifican a la luz de las amenazas y nos sirven de escudo para salir, día a día, a la calle. A luchar, a pelearla, a no dejarse caer. En esa transformación ya mítica, en ese pasaje de lo íntimo a lo público, de aceptación de la realidad y de combate, Juan Salvo se transforma en El Eternauta, pero también se transforma en todxs.

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