Historias que dan frutos

Tan grande es la diversidad de especies, de aristas y de facetas de las plantas que la ciencia ha construido muchos caminos para estudiarlas, aprenderlas y valorarlas. En la primera parte del artículo por el Día de la Fascinación por las Plantas, Ezequiel Vera nos contaba su trabajo en la Paleobotánica y con fósiles de flora de hace millones de años. Gabriela Auge, por su parte, nos compartía sus trabajos con las semillas, instancia compleja y activa del ciclo, y de todo el trabajo en ArgPlantWomen, la Red de biólogas de plantas y botánicas argentinas que agrupa a más de 260 científicas de diversas regiones.

En esta segunda y última parte, Federico Ariel y Andrea Premoli narran sus historias, personales y científicas, en torno a las plantas: de la huerta de la abuela y los secretos del ADN al viaje a las montañas en Bariloche…varios millones de años atrás.

La magia oculta

Corren los ‘90. En algún rincón de Paraná, Rebeca -o Bechy, como le dicen en la familia- va y viene entre sus queridas plantas, con un caudal de información sobre ellas que no sacó de ningún libro, sino de pura intuición y ensayo y error. A su lado, su nieto Federico la acompaña y comparte con su abuela esa pasión. Los años pasarán, pero la escena, presencial o a la distancia, se repite.

“Hace poquito, yéndola a ver con protocolos por la pandemia, mis papás encontraron una carta que le envié cuando tenía 6 años, donde le contaba que acababa de armar una huerta. Claramente, ella fue mi primer vínculo con las plantas”, comparte Federico Ariel, a quien el paso del tiempo convirtió en biólogo molecular, con la misma pasión por las plantas, pero canalizada en horas y jornadas de laboratorio.

A esas tardes enteras junto a su abuela Bechy se le sumaría la publicación, en pleno 2000, del primer borrador del Genoma Humano. “Ver eso me cautivó, me di cuenta que eso era lo que quería hacer. Así que, cuando terminé el secundario, me puse a estudiar biotecnología en la UNL. Pero al principio no me terminaba de enganchar, veía muy poquitas materias de Biología. ¡Hasta incluso estuve a punto de empezar Letras! Pero, en tercer año, me tocó biología celular y molecular y ahí cambió todo”, recuerda.

Hoy, Federico trabaja en el IAL (CCT CONICET- Santa Fe), donde estudia los genes de las plantas. En particular, cómo esos genes se comportan para adaptar el desarrollo de cada planta al entorno. “Las plantas tienen una plasticidad del desarrollo enorme- explica Federico, al otro lado del teléfono-. Pensá que las personas no podríamos tener más bocas o más estómagos si tenemos hambre, pero las plantas pueden tener más hojas o más raíces. Y esa gran plasticidad está ligada a la regulación de los genes. Nosotros trabajamos en un campo que se conoce como epigenética y es un área de estudio que plantea desafíos muy interesantes en materia del vínculo con el ambiente”.

Esas condiciones del ambiente de la planta pueden incluir más o menos cantidad de luz, más o menos agua, la presencia de otras especies…y en todo esto, claramente, juega un papel clave los genes y cómo se expresan. “Hay un autor clásico en Biología que se llama Bruce Alberts. En una de sus obras, él explica que, si el núcleo de una célula tuviera el tamaño de una pelota de tenis, el ADN allí alojado tendría 40 kilómetros de largo. Eso quiere decir que ese ADN está plegado de una manera tan compacta y ordenada que los genes se pueden expresar correctamente”, profundiza Federico.

En estos estudios de cómo el ambiente impacta en el desarrollo, bien vale el ejemplo para pensar en ambientes idóneos para que la ciencia se desarrolle y florezca. La experiencia de Federico, al igual que muchxs colegas, tuvo sus idas y vueltas. “Sin dudas, el paso más difícil fue volver al país, en 2016, luego de estar un tiempo en Francia. Tenía otras expectativas y todo ese período fue muy desconcertante, con la desfinanciación de la ciencia en esos años. Después, las cosas se fueron acomodando y consolidamos un grupo de trabajo”, comparte el biólogo.

Aunque las cosas empiezan a mejorar, para Federico aún falta un trecho largo por recorrer. “Estaría bueno tener más recursos, porque eso nos condiciona las preguntas que nos podemos hacer y el alcance de esas respuestas. La tecnología avanza muy rápido y cada vez se vuelve más difícil competir con otros países. Pero, sobre todo, tenemos que pensar qué vamos a hacer con todo ese conocimiento que estamos produciendo”, reflexiona.

Por caso personal, Federico pondera todos los desarrollos para la agricultura sustentable. “Pero, para cuidar algo, tenemos que conocerlo: necesitamos entender a las plantas y cómo responden a su contexto, para poder lograr que tengan más productividad sin dañar al ambiente”, considera.

En el mientras tanto, con viajes a Estados Unidos para continuar con el estudio de la epigenética de seres vivos y con interacciones tan diversas como la nanotecnología y la inteligencia artificial, Federico sigue cultivando ese amor con Bechy y con las plantas, al punto que cuando charla con la primera, las segundas siempre aparecen en la conversación. “En cierto sentido, después de todos estos años ves a las plantas con otros ojos. Porque ves la interacción que tienen con los insectos, con otras plantas, con la luz…y hay fascinación y admiración por todo lo que sé que está sucediendo en ese momento dentro de sus células”.

Para enamorarse bien hay que venir al Sur

Andrea Premoli siempre se sintió un tanto embelesada por las plantas. De niña, su papá, un total enamorado de la naturaleza, motivaba a su familia a estar en contacto con ella. Más de una vez recorrió, acompañada o sola, aquellos bosques que rodeaban la localidad salteña de San Lorenzo, de donde Andrea es oriunda.

No sorprende, entonces, que al decidir qué estudiar Andrea se inclinara por la Biología, en la UBA, para terminar radicándose en el sur del país. Con las plantas siempre como hilo conductor. “Tenía una compañera de la universidad que se vino a vivir a Bariloche. Cuando la vine a visitar me enamoré completamente del lugar y, una vez recibida, mi amiga me avisa de que había concursos de docencia en la Universidad Nacional del Comahue. Vinimos con mi marido, en el 1987, y pudimos hacer muy buenas carreras en la Biología desde el Centro Regional Universitario Bariloche”, narra Andrea.


Parte de las fascinaciones actuales para Andrea, por ejemplo, tienen que ver con ascender el cerro, en pleno Bariloche, y ver cómo poblaciones de una misma especie de planta cambia en forma y adaptaciones para sobrevivir a ambientes muy diversos y con diferentes grados de hostilidad. Aunque su trabajo como bióloga implica no tanto analizar esas variables que se muestran a simple vista, sino estudiar los secretos que se esconden a nivel genético.

“Lo que hacemos es estudiar el ADN de las plantas que tienen muchísima información y donde van quedando huellas. Por ejemplo, a partir de experimentos y análisis de ese material podemos reconstruir cómo se adaptan a ambientes con sequías. Mirar ese ADN nos da la posibilidad de entender por qué una misma especie funciona de manera tan diferente, de acuerdo al ambiente que habita”, detalla la bióloga.

Estos estudios también permiten echar un vistazo a tiempos antiguos, incluso cuando la Patagonia no tenía la forma ni el paisaje que tiene ahora. “Hablamos de tiempos en los que la Cordillera de los Andes aún no había completado su levantamiento, imagínate. Y gracias a esas huellas en el ADN, y al trabajo articulado con gente de la Geología, pudimos entender qué pasaba con las plantas cuando el mar entró a la Patagonia, hace millones de años, o cómo se adaptaron cuando hubo glaciaciones. Son cosas que te movilizan”, resalta Andrea, quien es investigadora en el INIBIOMA (CONICET- Patagonia Norte).

«Gracias a huellas en el ADN, y al trabajo articulado con gente de la Geología, pudimos entender qué pasaba con las plantas cuando el mar entró a la Patagonia, hace millones de años, o cómo se adaptaron cuando hubo glaciaciones», comparte Andrea. Fuente imagen: gentileza investigadora.

Cuenta la científica que trabajos como el de ArgPlantWomen resultan fundamentales para visibilizar la labor de científicas en el campo. No solamente desde una cuestión de género, sino también de un enfoque muy federal. “La ciencia en Argentina está muy cooptada por los grandes centros de investigación. Y la gente del Interior o de zonas más periféricas parece ser invisible o directamente no existir. Y hacen falta espacios como el de esta organización para romper con esos esquemas”, reflexiona.

En estos desafíos de darle visibilidad a la importancia de las plantas, Andrea vivió varias experiencias en primera persona. “Durante muchos años trabajé en conservación de plantas, porque en Patagonia tenemos especies que son emblemáticas a nivel mundial, como el alerce, que puede vivir más de tres mil años. Me ha pasado de ir a congresos internacionales de conservación para compartir mis trabajos y a las personas que nos dedicábamos a plantas las contabas con los dedos de la mano. Es curioso porque hay algo que es muy simple e innegable: sin vegetación, la fauna no tiene ningún tipo de futuro”, sentencia.

Los años pasan, pero la curiosidad nunca se agota. Y parte de ese embelesamiento por la naturaleza sigue, a flor de piel, en Andrea: “Cuanto más estudias, más preguntas aparecen, eso no tiene límites. Me pasa, hoy en día, cuando hago paseos recreativos, que no puedo evitar mirar a las plantas como las miraba de niña, de manera curiosa. En muchos niveles, nunca dejan de sorprenderme”.

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