Por Juan Ferrario (especial para Entre tanta ciencia)
Cursando Zoología en la UBA, en 1995, nos separaron en grupos al azar y nos dieron un tema para preparar y presentar en el pizarrón. No recuerdo qué tema, pero sí que era en el aula 5 o 6, uno de esos grandes anfiteatros que tiene la Facultad de Ciencias Exactas y Naturales. Personalmente, era la primera vez que “bajaba” al pizarrón y no puedo negar el pánico escénico de ese momento. En el grupo éramos 3 o 4. Uno era un flaco de pelo largo que aportó mucho en la preparación de la respuesta y tenía que explicar una parte central. Hablaba rápido, movía las manos a la misma velocidad en que hablaba. Histrionismo puro. Pero, cuando bajamos, entró en pánico él también, no quería hablar y hasta amagó en volver al banco. Nosotros no sabíamos su parte, así que lo retuvimos, dijimos lo nuestro y de algún modo lo “empujamos” a que explique. Entonces, se apoyó en el largo escritorio que precede el pizarrón gigante y comenzó a hablar. Ese día, Matias Pandolfi dio su primera clase magistral. Le pregunté por qué no quería hablar si la tenía tan clara y me dijo, cortito, tajante, sin dudar y sin esconderse: “Me dio cagazo, ya fue”. Y se fue a fumar un cigarrillo por ahí.
«Tal vez, por tomarlo con naturalidad, no nos dábamos cuenta que Matías no pasaba inadvertido por la vida de los otros».
Juan Ferrario
Investigador de la UBA y amigo de Matías Pandolfi
El 1 de marzo, recibí con frialdad y dureza la inesperada noticia de que había muerto Matías. Me cuesta escribirlo. Hay etapas de la vida en las que la gente “no se puede morir”, y no importa si como biólogos conocemos los procesos y las probabilidades de que eso ocurra. Fue un terremoto de sensaciones. Mati quería vivir y tenía muchos planes venideros. Espero que su libro sobre rarezas (o normalidades) animales esté lo suficientemente avanzado como para que se pueda hacer una edición póstuma. Seguramente habremos muchos voluntarios para editarlo y homenajear a Mati en ese proyecto.
Avanzado el día, apareció la noticia de su muerte en Twitter, otro de sus mundos. Un mundo virtual donde se movía con la misma destreza que en los pasillos de la Facultad y donde cultivaba almas en pocos caracteres. Fueron miles los mensajes de congoja, pero lo que más me llamó la atención era cómo Matías había hecho mella en tanta gente. Cómo había logrado penetrar en gente desconocida para motivarlos y hacerlos amar la Biología. Muchos notamos cómo nos había exigido y empujado a hacer lo que solos no hacíamos. Jóvenes que habían estudiado Biología inspirados en Matías. Amigos que habían logrado dar pasos firmes en la carrera gracias a su ímpetu y aliento. Colegas que había impulsado en sus proyectos. Tesistas a los que había aconsejado y orientado en sus futuros. Personalmente, me empujó a divulgar, a “salir del laboratorio y dejar de escribir papers”, y empezar a “escribir para la gente”. Lo hice poco, le debo más. Tal vez, por tomarlo con naturalidad, no nos dábamos cuenta que Matías no pasaba inadvertido por la vida de los otros. Matías no era un simple homo sapiens, sino un completo SER humano, de una existencia activa y penetrante. Encontrarlo era siempre un conversatorio sin fin y placentero.
Dicen que sus clases eran soberbias. Transmitía pasión. Mensajes que llegaban y quedaban. Un día lo vi bajar la escalera del Pabellón 2 de Exactas vestido con impecable traje. Descontextualizando, parecía bajar las escalinatas de un palacio real. “¿Qué haces así?”, le dije, sin siquiera mediar saludo, y sabiendo que lo imaginé ridículo. “Primer día de clases, hay que estar a la altura”, respondió, sonriendo, y siguió su curso. Vi entonces una alfombra roja imaginaria en esa escalera. Era una estrella. Una estrella de rock convertido en biólogo. No quería pasar inadvertido y disfrutaba de cada actuación frente al aula. Su lugar. Un mundo. Otro de los tantos.
El recuerdo de sus estudiantes es el de una persona afable, con una pedagogía impecable y mucha sensibilidad. Recordar a cada uno y tratarlos como amigos. Romper la barrera docente-alumno, haciéndolos sentir uno más. Cada estudiante puede saber que se puede convertir en un biólogo como Pandolfi, porque sabe que Pandolfi era uno más de ellos, y nunca perdió esa esencia.
Fuimos nosotros, sus amigos y compañeros de la cursada a fines de los ‘90, los primeros beneficiarios de esa capacidad pedagógica, ya que sus resúmenes, con colores, dibujos y esquemas, reemplazaban las clases teóricas y los libros, hasta el punto que eran conocidos como “Los Pandolfi ilustrados”. ¡Muchos, incluso, se han recibido gracias a esos apuntes!
Mati era explosivo, de humor ácido, picante, explorador, inquieto. En época de estudiantes compartimos muchos momentos inolvidables, pero hubo un viaje de mochileros a la Cordillera que marcó a fuego la relación para siempre. Rescato un recuerdo en el que estuvimos una semana de camping libre al fondo del lago Paimún. Era todo naturaleza y solo un baqueano que vendía cosas a 5 kilómetros. Un día, Mati entró en ataque de abstinencia de ciudad: quería ir a comprar una Coca-Cola. Se había llevado un cartón de cigarrillos, pero lo obligamos a llevar latas de conservas y arroz, no gaseosas. Hubo una fuerte discusión porque los otros no queríamos caminar 10 kilómetros por una Coca. Nos mandó a la mierda y se fue solo. 2 o 3 horas más tarde volvió. Trajo un par de latas para compartir, pan y dulce casero para nosotros. Un tipo íntegro, que te redoblaba la apuesta.
Por todo esto, viendo las reacciones de sus seguidores en Twitter, de sus alumnos y colegas, recordé que en esa época de nuestra juventud nos inquietaba la razón de la existencia humana. Siendo ambos nóveles ateos formados en colegio de curas, nos costaba reinterpretar muchas cosas. La conclusión fue algo así como que la existencia humana cobraba sentido si se lograba perdurar en otros. Matías está vivo en muchos, en la mella de lo que nos dejó y nos empujó a hacer; y hoy, más que nunca, es necesario un grafiti con tipografía roquera en las escaleras de la Facultad que rece: “Pandolfi not dead”.
Juan Ferrario
Juan Ferrario es biólogo, neurocientífico e investigador del CONICET, con sede de trabajo en el Instituto de Biociencias, Biotecnología traslacional (iB3), de la Universidad de Buenos Aires.
Hermoso el recuerdo y lo pinta entero como lo conocí mucho más tarde. Gracias Juan !!! Estas cosas dejan señales de quienes siguen en la brecha, parece que te tocó volver a publicar…
Un abrazo inmenso.
Francisco
Gracias por hacernos sentir tan cerca de Matias nuevamente. Recuerdo hermoso de esos dias de estudiantes.