Por Julián Di Benedetto* (especial para Entre tanta ciencia)
Tengo diez electrodos conectados en la cabeza. Dos para captar el movimiento de mis ojos. Dos para observar la musculatura de mi mentón. Seis para registrar la actividad eléctrica de mi cerebro. Además, tengo un auricular en cada oreja de donde sale un ruido blanco, similar a lo que se escucha cuando la radio está mal sintonizada. La cama de una plaza es cómoda. Me tapo con la frazada pese a ser pleno enero porque la habitación tiene aire acondicionado. Son las cuatro de la tarde y estoy en el Laboratorio de Sueño y Memoria del Instituto Tecnológico de Buenos Aires. Vine como voluntario a hacer una siesta experimental. No me resulta extraña la escena: ya hice una “siesta de adaptación” la semana anterior, justamente para familiarizarme con el ambiente. Pero en esa ocasión no me dormí.
“Que descanses”, me dice Malen Moyano, la investigadora a cargo del experimento. Apaga la luz, cierra la puerta y me deja solo. Todo el cablerío que me sale de la cabeza me hace pensar en una Medusa moderna y eléctrica; si logro mirarme a los ojos, tal vez me convierta en piedra. No estoy seguro de la calidad de la metáfora ni si me servirá más adelante, pero, en este momento, no me intereso por ese problema. Ahora tengo que dejar de lado al cronista que quiere registrar todo y adelantar trabajo con frases sagaces, para dar paso al voluntario que debe dormir hasta babearse. Dormir, nada más. La ciencia se ocupará del resto.
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El Laboratorio de Sueño y Memoria del ITBA, desde afuera, parece un ciber, ese negocio ya casi extinto en el que se puede pagar para acceder a una computadora con Internet. Lo primero que se ve es un pasillo angosto y largo en donde se apiñan monitores, sillas y personas en dos escritorios compartidos, separados por un silloncito de dos cuerpos. La puerta, de vidrio transparente, siempre está abierta.
Entre ambos escritorios se esconde un pasillo donde empieza una topografía extraña. El piso está alfombrado y las paredes y el techo están cubiertos de placas acústicas de goma espuma, como en un estudio de grabación. Apenas avanzamos un poco, da la impresión de que la voz se cae apenas sale de la boca. Llegamos al último pasillo y quedamos frente a cuatro habitaciones. Cada una con su cama, su mesita de luz que tiene un aparato que no reconozco, una mesa, una silla, un aire acondicionado y un casi imperceptible agujero por el que pasan cables.
De un lado de la pared, un voluntario duerme conectado a un encefalógrafo. Del otro, una científica mira el dibujo que dejan en su pantalla los impulsos eléctricos del cerebro de la persona que duerme. Es una especie de Cámara Gesell sin espejo ni micrófonos, en donde la electricidad pasa un mensaje en una sola dirección. Un interrogatorio en el cual la electricidad manda, cruel en el papel.
Le pregunto a Malen si, como voluntario, puedo mentirle, decirle que dormí cuando en realidad no dormí.
—No, no podés –responde–. Si no dormís, nos damos cuenta. Las ondas de tu cerebro son de una forma determinada durante la vigilia y, en el sueño, de otras.
Empiezo a sentir la presión de la prueba a la que me estoy por someter. Espero dormirme, y, si no lo logro, ahí quedará el registro ondulado de mi falta de relajación. Cruel en el papel. La electricidad manda cruel en el papel.
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Malen es licenciada en Biotecnología por la Universidad Nacional de Quilmes y becaria doctoral del CONICET. Está en el Laboratorio de Sueño y Memoria prácticamente desde sus comienzos. Mientras toma café, explica que la memoria tiene distintas fases.
“Esto que estamos charlando vos lo estás codificando, estás aprendiendo lo que yo te estoy diciendo. Esta información, permanece lábil por un tiempo, como si fuera una cajita abierta, hasta que se cierra. Ese proceso es lo que conocemos como consolidación de la memoria, es decir que se establece y queda guardada. Obviamente si vos no la traés todo el tiempo, en general va cayendo, pero queda almacenada en un lugar. Que uno no pueda acceder a un recuerdo no quiere decir que no esté allí”.
Hasta hace un tiempo se pensaba que, una vez que una memoria se consolidaba, la “cajita” se cerraba, permanecía inalterable. Hoy se sabe que no es así, que se puede abrir la caja, modificarla y volver a cerrarla. Eso es lo que en neurociencia se llama reconsolidación. Y a Malen le interesa su conexión con el sueño, para lo que realiza distintos estudios.
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El consenso científico divide las etapas del sueño en dos amplios espectros: no REM y REM. Cuando nos dormimos, empezamos por el primero, que, a su vez, está compuesto por distintas fases: desde cierto estado de transición al sueño ligero y luego al profundo de ondas lentas. Finalmente está el estadío REM (que refiere a las palabras en inglés rapid eye movement y que significan movimiento ocular rápido), donde suelen desarrollarse las ensoñaciones más vívidas. Antes se creía que se soñaba solo durante el segundo espectro, pero está demostrado que sucede en todas las fases. Además de los movimientos oculares, la atonía muscular en el mentón –se plancha la mandíbula– es uno de los indicadores de que la persona entró en REM.
Un ciclo completo de sueño, de los cuales tenemos cinco o seis por noche, implica pasar por todas esas etapas y en ese orden. “Esto es lo que dicen los libros. Después tenés los registros y ahí pasan mil cosas”, advierte Malen.
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En el primer día, durante la siesta de adaptación, no logro hacer un ciclo de sueño completo. De hecho, los gráficos delatan que apenas entro en fase 1. Y eso que me dejan una hora entera en un cuarto completamente oscuro, templado y cómodo por el que, de solo escuchar su descripción, ya le entraría la modorra a cualquiera. Creo que es porque estoy demasiado alerta, en “modo periodista”.
—No te entregaste al sueño –me dice después Malen–. No te preocupes, es normal. Para eso está la siesta de adaptación.
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El aparato que hay en cada mesita de luz permite registrar la actividad eléctrica del cerebro, del movimiento de los ojos y de los músculos del mentón para determinar si una persona está dormida y en qué fase se encuentra.
“Es importante que quienes están haciendo las polisomnografías puedan darse cuenta en el momento en qué fase de sueño está la persona”, afirma Cecilia Forcato, doctora en Ciencias Biológicas por la UBA y fundadora del Laboratorio. Y señala que, por ejemplo, en los estudios de reactivación de memorias, la persona aprende algo antes de ir a dormir, después se acuesta durante 40 o 90 minutos y, cuando se constata que está en sueño profundo, se le presentan fragmentos de la tarea que realizó previamente (por ejemplo, el sonido de las primeras sílabas de las palabras que aprendió). Esto reactiva esa información que había adquirido, lo que favorece su consolidación a largo plazo.
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El registro de los movimientos oculares, además de ser un indicador del estadio del sueño, es el medio a través del cual una persona que sueña lúcidamente –es decir, que es consciente de que está soñando– puede comunicarse. Se llama “dejar la marca”. Cuando el voluntario se da cuenta de que está entrando en un sueño lúcido, manda una señal. Si el soñante mira para la izquierda, luego para la derecha y lo repite dos o tres veces, en la vida real sus ojos hacen ese mismo movimiento. Y eso en el registro deja un dibujo específico y reconocible. Luego se coteja con el relato de la persona, quien describe el contenido de su actividad onírica. Todo se graba y se apunta, para luego comparar con otros casos.
Sin las reglas del mundo físico y social, en los sueños lúcidos la voluntad pareciera no tener límites. Por ello, una vez que la persona dejó la marca, si la está pasando bien, la directiva es, como dicen los árbitros de fútbol, que “siga, siga”. Y, cuando se le está acabando la lucidez -se siente algo así como que se desarma el sueño-, deje una segunda marca.
Existen los soñantes lúcidos naturales y los entrenados. Los segundos se conocen más y tienen mayor facilidad para dejar marcas. No es fácil: tienen que practicar durante meses y llevan un diario en donde escriben todos los días. Cuando ya estén listos, van a pasar la noche al Laboratorio. Por primera vez, en 2022, las investigadoras pudieron registrar que un voluntario avisaba con sus ojos que estaba en un sueño lúcido.
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Unos días después de la siesta de adaptación, vuelvo a una de las habitaciones, pero no para dormir. Malen me alcanza una notebook, unos auriculares con micrófono y me explica el ejercicio de memoria que voy a hacer. Luego me deja solo nuevamente y empiezo a interactuar con la pantalla. Tengo que escuchar unos sonidos, los cuales están vinculados a ciertas palabras. Son muchos y también son muchas las palabras. “Esto es imposible de recordar”, pienso y empiezo a transpirar.
En una segunda instancia, el programa me presenta los sonidos y la primera sílaba de la palabra asociada a ese sonido, la cual tengo que reponer en voz alta. Para mi sorpresa, me acuerdo de muchas. Cuento mis olvidos: ocho.
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La isla siniestra, de Martin Scorsese y con Leonardo Di Caprio como protagonista, es para Cecilia la película que mejor desarrolla todo lo referido a contenido onírico. Este film, junto a otros como Eterno resplandor de una mente sin recuerdos, Pesadilla en Elm Street (sí, la de Freddy Krueger), Intensamente y otras más son objeto de análisis en la materia “Neurociencia y desarrollo productivo” que ella coordina y que se dicta en las carreras de Bioingeniería, Ingeniería Industrial e Ingeniería Informática del ITBA.
Otra película muy famosa que toca algunos de los fenómenos que estudian en el Laboratorio es El Origen, de Christopher Nolan, en la que también actúa Di Caprio, esta vez con la misión de incubar una idea en el sueño de un empresario.
Más allá de los problemas teóricos del largometraje, lo interesante es que incubar sueños no es propiedad únicamente de la ciencia ficción. De hecho, hay dos grandes formas de hacerlo. La primera sucede durante la vigilia.
—Vos podés tratar de que una persona sueñe con algo –dice Cecilia, que además es integrante de la Sociedad Argentina de Neurociencias–. La más fácil es si antes de dormir le mostrás algo, por ejemplo, una publicidad de Coca-Cola.
Pero hay otro momento en donde se puede incubar información y es durante la hipnagogia, que es la transición entre estar despiertos y estar dormidos. Este es un campo bastante explorado, al punto de que hay un aparato llamado Dormio, desarrollado por un grupo de científicos de Estados Unidos, que detecta cuando la persona entra en ese estado y, a través de un audio, incuba contenido onírico. Por ejemplo, los induce a soñar con un paisaje determinado y en casi el 70 por ciento de los casos, logra su objetivo.
Por supuesto, se puede usar para que soñemos y deseemos una Coca-Cola. Pero este conocimiento también puede utilizarse con fines terapéuticos. Es en esta línea que apunta uno de los proyectos que dirige Cecilia y que acaba de ganar un subsidio de la Universidad de Duke (EE.UU), el cual se propone intervenir los contenidos oníricos de personas con trastorno depresivo.
Cecilia explica que las personas que tienen depresión tienen una tendencia hacia la codificación de información negativa durante la vigilia. La información emocional es la más relevante que el sueño luego “levanta”. Eso puede generar, a su vez, contenido onírico negativo, aumentando el nivel de pesadillas. Y lo que uno experimenta en esos momentos puede impactar a su vez en cómo se siente al despertar. Por lo que el proyecto plantea incubar en hipnagogia contenidos emocionalmente positivos, de modo de intentar romper ese loop que se retroalimenta desfavorablemente y mejorar el estado de ánimo al despertar.
—Suena a locura, pero se está haciendo.
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A esta altura debés haber bostezado alguna vez. O ya tenés unas ganas irremediables de ir a Instagram a ver reels de gatitos. No te juzgo: está bueno hacer una pausa, un intervalo. Así que andá, tomate una siesta -real o cognitiva- y volvé en un ratito. Te prometo que lo que viene va a estar bueno.
La noche anterior al estudio me obligo a descansar seis horas frente a las ocho a las que estoy acostumbrado. En la habitación 1, durante cuarenta minutos me colocan los electrodos. Luego tendré una hora y media para reposar. No quiero repetir el error de la siesta de adaptación y trato de bajar la guardia. Antes de cerrar la puerta, le pido a Malen que me saque una foto.
El cansancio me aplasta y empiezo a saborear la certeza de que ahora sí, voy a dormirme. Los pensamientos comienzan a cobrar vida propia y se proyectan solos en la pared de mi mente, como si estuviera viendo una película que no guioné. Pero mi deseo de dejarme llevar es tan grande y estoy tan atento que, cuando estoy por lograrlo, vuelvo a la vigilia. Esto es algo que me sale perfecto todas las noches, pero ahora no puedo soltar las riendas y es lo único que tengo que hacer.
El circuito se repite varias veces hasta que finalmente se quiebra y me duermo. Pero no es sueño profundo (luego sabré que apenas alcancé la fase 2). Es hermoso y dura un rato, no sé cuánto. Hasta que, de la nada, me vuelvo a despertar. Desvelado, doy vueltas durante veinte minutos que parecen horas. Cuando se cumple el tiempo pautado, Malen golpea la puerta y entra. Sé que sabe que apenas me dormí. Las ondas de mi cerebro no mienten.
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Nerea Herrero es Psicóloga por la UBA y becaria doctoral del CONICET. Hace estudios en los que lxs voluntarixs deben dormir toda la noche. Le pregunto, mientras me desconecta los electrodos junto a Malen, cómo hacen en esos casos cuando la persona quiere ir al baño: “¿Tienen a mano alguna clase de pelela?”, pregunto. Se ríen las dos. Nerea revela que, en esas situaciones, como es un lío desconectar el equipo, el voluntario se va con todo hasta el baño.
—Una vez –relata Nerea– los chicos de limpieza del turno noche se pegaron el susto de sus vidas cuando, de repente, en el pasillo apareció un tipo en pijama, medio dormido y con un montón de cables saliéndole de la cabeza.
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Cuando ya no quedan más electrodos por despegar, Malen me lleva a otra habitación. Tengo que hacer de nuevo la tarea de las palabras y los sonidos en la computadora.
El estudio es sobre consolidación de memorias y su relación con el sueño. Pero, como no me dormí profundamente, no fueron hasta el final con el experimento, que era hacerme oír fragmentos de la información aprendida.
—No te preocupes, servís como grupo de control —me consuela Malen.
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Nerea empezó trabajando sueño y memoria en personas con epilepsia, pero en el camino se interesó por los sueños lúcidos, las parálisis de sueño y las experiencias fuera del cuerpo.
—La parálisis de sueño tiene culturalmente una explicación bastante paranormal –comenta–. Se siente como un ataque físico: no podés moverte, te cuesta respirar, sentís una presión en el pecho. Y eso puede dar paso a alucinaciones. Imaginate ver un monstruo sentado en tu pecho. O alguien al pie de la cama. O que te agarran de los pies y te tiran. Es algo muy feo y las personas no lo entienden. Y, cuando piden ayuda, obtienen respuestas decepcionantes: a veces hasta las tratan de locas.
Cuando comenzó su beca doctoral, en 2020, Nerea entrevistó a decenas de personas que habían tenido parálisis del sueño o experiencias fuera del cuerpo (OBE, por sus siglas en inglés: out-of-body experience). Durante las OBE, generalmente, la persona percibe que sale de sí, incluso hasta siente verse a sí misma dormir. En base a esas conversaciones, desarrollaron un cuestionario que luego realizaron a 329 personas y volcaron sus resultados en un paper que se publicó en la revista científica The Journal of Sleep Research.
El trabajo es el primero en todo el mundo en donde se hace una descripción del “aura” que antecede a estos episodios: al igual que las personas con epilepsia o migraña, en donde el cuerpo emite determinados signos que alertan que están por tener una crisis, hay pistas palpables de que se puede estar entrando en una parálisis o en una OBE. Además, a través del cuestionario, constataron que hay una correlación entre parálisis de sueño y emociones negativas; y entre OBEs y emociones positivas. En consecuencia, poder reconocer el “aura” que precede a estas experiencias puede ser un camino para evitar las sensaciones negativas de las parálisis. Una de las últimas líneas de investigación del laboratorio es explorar la potencialidad terapéutica de inducir una OBE como una forma de detener la sintomatología de la parálisis de sueño.
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Debe haber innumerables (e inconfesables) anécdotas de periodistas que sucumbieron ante el sueño mientras intentaban hacer su trabajo. Pero no debe haber muchos casos en donde unx periodista, para hacer su trabajo, deba dormirse. Y menos si, dentro de estxs últimxs, contamos a quienes, encima, no lo lograron. Así que debe ser un gremio acotado, donde tal vez yo sea el socio fundador.
La noche de la siesta experimental llego molido a mi casa: estoy despierto desde las seis de la mañana, después de una jornada que mezcló mucho trabajo y una mala siesta. En la cama, recorro mi cuero cabelludo con los dedos e intento sacar los pedacitos de pegamento que me dejaron los electrodos. El cansancio me absorbe como una esponja. Mi casa no es un laboratorio y en mi cama no hay cables. Finalmente, me duermo.
*La primera versión de esta crónica se escribió en el marco de la Especialización en Comunicación, Gestión y Producción Cultural de la Ciencia y la Tecnología, dictado por la Universidad Nacional de Quilmes. El proceso de edición y readaptación se hizo en coproducción del autor con Entre tanta ciencia.
Julián Di Benedetto
Julián Di Benedetto nació en Puerto Madryn, ciudad fundada por galeses (de hecho, su apodo es “el Galenso”). Hace más de 13 años vive en Buenos Aires, donde realizó la licenciatura y el profesorado en Ciencia Política en la Universidad de Buenos Aires. Reside en Almagro y juega al futsal en Boedo: a veces hace goles. Trabaja como asesor pedagógico en el ITBA y se especializó en Tecnología Educativa (UBA). Está terminando un posgrado de periodismo científico en la Universidad Nacional de Quilmes. Desde chico tiene una inclinación por la palabra escrita (¿será porque viene de familia de poetas?). Ve en la ciencia el potencial para construir una sociedad mejor (lo que faltaba: ¡otro idealista!).
gran crónica!! alucinante !!!