El Rey Midas quiso ser olímpico

El «Maligno» Torres trajo la única presea dorada para Argentina en París 2024.

Un pequeño gran descubrimiento: estamos hechos de historias. Bien lo sabe la Antropología y otras Ciencias Sociales, que nos cuentan cómo nuestrxs antepasadxs construían y transmitían relatos para explicar esto o justificar aquello. Hablando de historias, hay una bastante antigua, pero que llegó a nuestros tiempos en formato libros, canciones y hasta películas infantiles, y es la de El Dorado

Según cuenta la leyenda, cuando los exploradores españoles llegaron a Sudamérica, a principios del siglo XVI, escucharon historias sobre una tribu de nativos de los Andes. Al parecer, cuando un nuevo cacique se alzaba con el poder en esta civilización, su mandato comenzaba con una ceremonia en la laguna de Guatavita. El nuevo gobernante, siempre según el mito, se cubría de polvo de oro y se arrojaban al lago oro y joyas para apaciguar a un dios que vivía bajo el agua.

Los relatos se multiplicaron y la sed y codicia de los europeos por el oro americano creció de forma exponencial, al tiempo que la leyenda de El Dorado se volvió más y más mítica. Cuenta Jim Griffith, folclorista de Tucson (Arizona, EE. UU.), que “El Dorado fue cambiando de ubicación geográfica hasta que finalmente sólo significó una fuente de riquezas incalculables en algún lugar de América».

Como si se tratara de una nueva fiebre de oro -y sí, también muy distinta a la que se inició en el siglo XIX en distintas partes del mundo- cientos de deportistas olímpicxs siguen buscando, afanosa y sacrificadamente, aquel tesoro. La ubicación geográfica, tal como decía Griffith, cambia cada cuatro años: ahora mismo fue en Europa, hace tres años en Asia, antes de eso en América -y así podemos hablar de Sidney 2000, México 68, Montreal 76 o Estocolmo 1912-. Pero no son pocxs lxs atletas que, tal cual el rey de aquella tribu nativa, sueñan con la ceremonia en la que terminan con un brillo dorado en su pecho. A continuación, tres de esas historias que tienen a uno de los primeros metales descubiertos por la humanidad como principal protagonista.

Los oros que supimos conseguir 

Ya decía Heráclito aquello de que los ríos nunca son los mismos, etcétera, etcétera, pero, ¿habrá hablado de principios y finales? No importa, nos gusta traer algo sobre el tema. Para el principio, una cita de José González, investigador de la Universidad del País Vasco, que nos recuerda una condición milenaria del remo: “El ser humano ha navegado desde su pasado más remoto, valiéndose entonces de los medios y materiales que la naturaleza le ofrecía: troncos huecos, cañas atadas y pellejos de animales inflados de aire; elementos que serían impulsados primero con los propios brazos y piernas, y después con la ayuda de palos, esbozos de remos y velas”.  La cosa mejoraría para el siglo XX, de eso no hay duda.

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“Argentina… Argentina… Argentina… Campeón olímpico”. El por entonces jovencísimo José María Muñoz (para los millennials como yo, claro que hubo vida antes de Closs o Bonadeo) transmitía lágrimas en Radio Rivadavia en 1952. Desde Helsinki, en la época dorada (guiño guiño) de la Oral Deportiva, llegaba la noticia de lo que para lxs argentinxs era una reluciente moneda corriente en temas olímpicos. El “Tano” -aunque provenía de Estados Unidos- Tranquilo Capozzo, y Eduardo “el Burro” -que de burro solo tenía la fuerza- Guerrero,  se pusieron el traje de héroes nacionales y trajeron al país la primera (y única hasta hoy en día) medalla de oro en remo

Las delegaciones argentinas ya se estaban acostumbrando de a poco al medallón del primer lugar. Con el boxeo a la cabeza, el “oíd, mortales” sonó en 12 ocasiones entre la primera participación en París 1924 y Londres 1948. Pero nadie se imaginaba la opacidad del futuro. El 23 de julio de 1952, la bahía Seurasaarenselkä, sería testigo involuntaria del comienzo de la gran sequía. O, parafraseando a Ciro Martínez en su eterno “Maradó”, “Y la champaña que descorchan hoy, guarden los corchos para un bote hacer, que viene el río del hambre y la sed, y ya no hay oros que den de morfar”.

El “Tano” Tranquilo Capozzo, y Eduardo “el Burro” Guerrero fueron, durante décadas, los últimos ganadores del oro para Argentina.


Volvamos a suelo finés. Capozzo y Guerrero habían llegado a la fría capital con desventaja, aunque confiados de sus capacidades. Las 30 horas de vuelo, con cinco escalas de por medio, les causó derrames en las piernas, por lo que llegaban disminuidos desde lo físico. Previo a eso, ya habían tenido dificultades para armar un bote competitivo por falta de presupuesto (Argentina, capítulo mil), así que terminaron optando por reacondicionar uno usado, pero que tenía diez kilos más que el promedio de los botes de competencia olímpica. Pero eso no fue todo. El camino se llenó de piedras –o, más bien, de boyas-. Al llegar a Europa se dieron cuenta que la embarcación estaba severamente dañada y terminaron recurriendo sobre la hora a uno de los mecánicos de sus pares soviéticos, que se apiadó de ellos.

Tranquilo, fiel a su nombre, desde un principio se resistía a remar con un chico diez años menor y tan extrovertido. Pero ambos sabían lo que podían lograr juntos. Dos años llenos de victorias. Dos años dorados. Desde su campeonato nacional de 1950, hasta ese frío verano del 52, fueron todo halagos para ellos. En aquella jornada finlandesa, el marcador se paró en 7 minutos 32 segundos 2 décimas, y por seis segundos se coronaron de gloria. Seis segundos sobre aquel mecánico soviético, que ellos escuchaban y aseguraban que era ruso solo por tocar oído.

Aquella fue la última vez que la medalla de oro brillaría en manos argentinas, al menos por los siguientes 52 años. Unas cuantas generaciones y doce ediciones olímpicas transitaron la historia, hasta que las manos del pibe de Bahía y los pies del Apache nos hicieron volver a jurar con gloria morir. Y claro, los laureles conseguidos fueron eternos.

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Y, para el final, qué mejor que al mismo Guerrero, que, en conmemoración de la medalla de oro conseguida en Helsinki y con 75 años, realizó un raid por el río Paraná, desde Puerto Iguazú hasta Olivos, abarcando más de 1.500 kilómetros a remo. Según se cuenta, el motivo fue de homenaje a la presea dorada pero también como mensaje ambiental.

Un David de Oro entre Goliats impotentes

Por estos días, París se (re)convirtió en el escenario ideal para el sueño deportista de tocar el cielo con las manos, exactamente un siglo después de que la antorcha haya deslumbrado a la ciudad de la luz por última vez. Ahora el globo fue parte de esa fiesta y la deportista Cassandre Beugrand cumplió para los locales, dejando a Francia en lo más alto del podio por primera vez en la disciplina del triatlón, que incluye natación, ciclismo y carrera a pie. Pero esta historia no va a ir de galos ni de contaminación, aunque sí de deportes olímpicos. Porque si bien fueron siete las ediciones que tardaron en colgarse la de oro en la disciplina, algo que tenemos normalizado es escuchar La Marsellesa frecuentemente cuando de deportes se habla (el chiste de “segundo Francia” ya fue, ¿no?).

No tan conocidas –por no decir que desconocidas para nosotrxs- son las estrofas de Bermudas. Un territorio de ultramar, formado por seis islas, ubicado al norte caribeño y, aunque tiene la posibilidad de participar de los Juegos de manera independiente, es colonia del Reino Unido desde hace alrededor de 300 años. Entre menos de 65 mil habitantes –para que se den una idea, en Ushuaia viven 80 mil-, y en 54 kilómetros cuadrados –el doble que la capital fueguina-, creció Flora Duffy.

Flora Duffy fue campeona olímpica de Tokio 2020.


Flora, triatleta de 36 años, fue quien comenzó a poner al archipiélago británico en el mapa deportivo, dándole su primera medalla dorada y convirtiéndolo en el país participante más pequeño en conseguir una. Con el contexto pandémico del tardío Tokio 2020, en julio de 2021, el Parque Marítimo de Odaiba fue el cuadro donde quedó retratada. Una hora 55 minutos 36 segundos para hacer un kilómetro y medio de natación, 40 kilómetros en bicicleta y otros 10 a pie, y dejar la bandera bermudeña dentro del libro de historias de los Juegos Olímpicos.

El cine siempre nos quiso mostrar que el joven mago aprendiz puede contra la experiencia de la maldad, que la mariposa puede desafiar al viento y que David pudo contra Goliat. Pero en este plano muchas veces es difícil de plasmarlo. Flora se envolvió en el Pabellón Rojo después de superar trastornos alimenticios, depresión y múltiples lesiones durante los diez años anteriores, y minimizó contra un rincón a la Union Jack, relegándola al segundo lugar. Quién hubiera dicho que la reina de la triple competencia vendría desde los límites inabarcables del ultramar a desafiar la dominación.

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Según un estudio de David García López y de Juan Herrero Alonso, ambos de la Universidad de León, podemos situar el origen del triatlón en Hawaii, en pleno Océano Pacífico. El punto de inicio habría estado, según estos autores españoles,  “a finales de los años 70. Allí, dos capitanes de marines lanzaron un desafío: realizar, de forma consecutiva, las tres pruebas más duras de la isla de Hawai: la «Waikiki Rough Water Swim» (3,8 Km a nado), la «Around the Island Bike Race» (180 Km en bicicleta) y el «Honolulú Marathon» (42,195 Km de carrera a pie). Así es como en 1978 se celebraba el primer Ironman (Ballesteros, 1987), y por lo tanto, la primera prueba reconocida de triatlón”.

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Bermudas, a pesar de tener su propio himno, Hail to Bermuda, reconoce también como oficial al himno del Reino Unido, God Save the Queen, y lo usa en los JJOO:


Sin palomas no hay paz

Pero no todo es color de rosas ni historias de superación con una épica envolvedora. La misma Torre Eiffel, veedora orgullosa de los récords abatidos por Léon Marchand o el camino allanado por Beaugrand, fue hace más de un siglo testigo de una de las pruebas más polémicas que dejó manchado el historial olímpico, aunque se haya intentado limpiar. Con más del doble de medallas que Estados Unidos, Francia lideró el medallero en París 1900 y fue la primera en alcanzar las tres cifras en su vitrina. Pero, nuevamente, esta historia no va a ir de perfumes ni de revoluciones.

Viajemos un poco más al noreste. Con el mismo idioma, aunque mezclado con un poco de neerlandés, cambiamos el vino por cerveza y los gallos por Brujas. Maestrxs del Renacimiento fueron lxs belgas. Y maestro del tiro fue Leon de Lunden. La segunda edición de los Juegos es tal vez una foto de la época y un parámetro de cuánto hemos avanzado en materia de derechos de animales: en esa ocasión, se contó con la inclusión en el programa de la especialidad de tiro al pichón (así como lo leen), siendo la única vez en la historia del olimpismo que se usaron animales vivos en la disciplina. Claro, por aquella época la práctica de tiro deportivo y militar coqueteaba entre lo simple de lo cotidiano y lo moral y éticamente correcto, lo que recayó en la disputa por leyes para su prohibición.

Los valores ligados a los cinco anillos de “la excelencia, la amistad y el respeto” se pusieron en tela de juicio tras la consagración de De Lunden. Imagínense, hoy en día, a la televisión abierta haciendo primeros planos de las palomas enjauladas esperando a ser liberadas para volar de frente a la muerte, o el detalle de las plumas entre los charcos sangrientos.

Otros Juegos, otro París, otro milenio:


El tiro al pichón no volvió a verse en un contexto olímpico, e incluso fue prohibido en muchos países. Años más tarde -porque fue más tarde que temprano-, el Comité Olímpico Internacional le quitó el reconocimiento a la disciplina por haber roto con la esencia deportiva y amateur y le retiró la medalla al campeón olímpico y, por consiguiente, a Bélgica. ¿En honor a las 300 palomas que se mataron? En realidad, no. El problema real para el COI fue que Leon, quien derribó 21 pichones, había recibido unos 20 mil francos por haberse subido al podio.

El medallero oficial dice que Bélgica sumó seis doradas aquel año, pero aunque la Torre quiera limpiar la antorcha, sabe que fueron siete.

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A modo de cierre, pero que también merece (al menos en la previa) una medalla de oro: uno de los objetivos de París 2024 fue reducir a la mitad la huella de carbono de los Juegos en comparación con ediciones anteriores. Así, utilizaron el 95 por ciento de las infraestructuras existentes o temporales y construyeron únicamente instalaciones que puedan utilizarse una vez finalizados los Juegos en las zonas involucradas. Además, identificaron con precisión las fuentes de emisiones y propusieron soluciones para cada actividad. Se puede ver el trabajo completo acá.
Agustín Mayor
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Agustín Mayor  es (muy) de Hurlingham, además de periodista deportivo con la misma proporción de certezas que de intriga. Tardó años en darse cuenta que le gustaba escribir, como también que no era bueno en los deportes, por lo que eligió el camino de estudiarlos y comunicarlos.

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