Influencers proponen biodescodificarnos, reprogramarnos neurolinguísticamente (cual máquinas humanas), hackear nuestras mentes (¿acaso tenemos un software en lugar de cerebro?) para quitarnos creencias limitantes con ayuda de coaches ontológicxs que nos harán despertar, fluir y elevarnos hacia un siguiente nivel de vida. En las redes sociales, aparecen terapias de alivio que cuestionan la eficacia de la medicina tradicional. Se apoyan en sus grandes defectos (deshumanización, visión fraccionada y biologicista de la salud, intervencionismo) para proponer alternativas que no se rigen por metodologías científicas legitimadas. Se apoyan también en conceptos científicos de moda como la neurociencia, el hackeo, la lingüística, la ontología, la física cuántica y hasta el deporte. Combinan esas ideas con la metafísica, algo de mística y mucho sentido común. Por esa estrategia de mimetización se las acusa de pseudociencias, de farsantes, de hacer pasar por científico algo que no lo es.
¿Por qué querrían eso? Alejandro López, investigador de CONICET, licenciado en Astronomía y doctor en Antropología, explica que “justamente lo que hace que todos quieran ser científicxs es la legitimidad que otorgamos al conocimiento científico”. López ha estudiado especialmente las respuestas de la comunidad científica argentina al terraplanismo y observó que quienes más se enojaban con esa tendencia, tenían una idea de verdad científica como algo universal, simple, separada de intereses sociales, políticos y económicos. Algo así como una ciencia ‘pura y limpia’. La paradoja que notó López es la misma que señala ahora: en el afán de combatir esas ideas, lxs investigadorxs caen en su propia trampa. “Curiosamente, al hacer esto proyectan su sentido común profesional en lugar de realizar un análisis científico de la situación. El trabajo de campo nos mostró que esto no ocurría por una imposibilidad racional o por una intención malévola, sino por el proceso de naturalización de su cosmovisión profesional. De modo que los hechos en cuestión les resultaban tan simples y evidentes que se les presentaban como sencillos hechos ‘de razón’. El mismo tipo de fenómeno que afecta a lxs terraplanistas”. En ese enfrascamiento, algunxs físicxs salieron a combatir un problema social sin tener en cuenta los estudios sociales.
La doctora en Epistemología e Historia de la Ciencia, María Martini, coincide en que la idea de pseudociencia tiene un profundo sentido político que nace a principios del siglo XX con uno de los personajes más célebres de la historia de la ciencia: Karl Popper. Él, según Martini, quería “diferenciar las ciencias de las que se presentan como tales pero no lo son, como la teoría de la historia de Marx y el psicoanálisis que, para Popper, eran pseudociencias. Quería defender el liberalismo en contra del dogmatismo, la sociedad democrática contra el comunismo. Entonces, sostenía que la ciencia era el modelo de sociedad que debíamos seguir. ‘La ciencia es crítica y todo lo que sea dogmático es un modelo de conocimiento y de orden social que hay que combatir’, sostenía. Aparece ahí el famoso criterio de delimitación de la ciencia como falsable”. Esto significa que una idea que pretenda ser científica debe, entre otras cosas, exponerse a contradicciones (teóricas, experimentales o, mejor, ambas) y salir ganando.
Pero, ¿quién establece las reglas de ese juego? Hasta 1960, Popper y lxs popperianxs. Así, muchas ideas quedaban afuera. “Con esa definición clásica, las ciencias sociales no entrábamos y también éramos clasificadas de pseudociencias”, apunta Gabriela Irrazábal, socióloga y doctora en Ciencias Sociales. “Cuando se habla de ciencia y pseudociencia generalmente se habla de la ciencia clásica de modelo experimental y todo lo que no sea eso, sería pseudociencia, pero no es tan así porque hay distintas formas de construir conocimiento y depende del contexto histórico. Nosotrxs, generalmente, ese término no lo usamos”, aclara.
Lxs investigadorxs concuerdan sin dudar en que se trata de un problema político. “La marca de conocimiento legítima en nuestra sociedad contemporánea es la cientificidad. Es el discurso oficial sobre la verdad. Sería la ciencia la que nos dice qué es el mundo y qué hacer con él. Es una disputa por la verdad oficial”, afirma López. Una batalla de vida o muerte, donde pareciera que no hay lugar para la convivencia. “Es la idea de una cultura científica como alta cultura que debería dominar y pregnar todos los ámbitos de lo real. Esa aspiración de que, lxs científicxs primero y los legos –lxs no científicxs- después, deberían conducir sus vidas en todas sus dimensiones por un criterio científico”, sintetiza el astrónomo.
Irrazábal estudia los casos en los que la convivencia existe y se complementa. Como en el ámbito de la medicina, donde pacientes y profesionales de la salud pueden rezar, ungirse en hierbas y seguir el tratamiento médico simultáneamente. Por eso, a ella le interesa remarcar que “el sentido común también es un tipo de conocimiento”. Martini apoya esa aclaración con un ejemplo de co-producción de saberes. “Como pasa en el caso del cannabis medicinal, donde hay una agrupación en CONICET que concentra gente que viene trabajando con la producción desde fuera de la academia y que ha servido para acelerar los procesos de investigación al interior de esa institución”.
Para saber qué es lo no científico, habría que tener muy en claro qué es lo científico. Como es un proceso dinámico de ensayo y error, cerrar una definición semejante es un espejismo. La crisis sanitaria por COVID-19 puso en evidencia ese problema. “Uno de los ejes de debate en la pandemia devino de años de transmisión escolar de la ciencia como saber acabado, completo e indubitable que, en un momento de crisis, se ve enfrentado a tener que comunicar un saber cambiante”, contrasta López, causando la sonrisa cómplice de las investigadoras que comparten esa mirada. Para Irrazábal “en la pandemia no se cumplió mucho con el método experimental. Todo era provisorio y no había consenso”.
Es que, lo que la ciencia dice de las pseudociencias, habla más de la ciencia que de las pseudociencias. El éxito del conocimiento no académico frente al fracaso de algunos discursos científicos en la confianza de la ciudadanía empuja a hacer una autocrítica para la que López aporta algunos datos. “En 2018 se hicieron las encuestas Gallup de percepción pública de la ciencia y sus resultados son enormemente aleccionadores. La gente desconfía más de la ciencia en los países en los que la distribución del ingreso es más desigual y en los que siente que el beneficio de esa forma de producir conocimiento no los alcanza a ellos ni a sus conocidos”. Hay, según ese estudio internacional, una correlación entre la desconfianza en la ciencia y en las instituciones sociales en general, como gobiernos, partidos políticos, iglesias, sistemas de salud.
Para López, está claro. “Una de las suposiciones que solemos hacer lxs científicxs es que más ciencia es igual a mejor calidad de vida, pero eso es muy relativo. No parece estar funcionando así en la experiencia de la gente. Entonces, yo comenzaría por preguntarnos cómo estamos vinculándonos con el conjunto de la sociedad”. Un gran paso sería comunicar más, asumir los propios sesgos y jugársela. “¿Hasta qué punto lxs científicxs están interesados o se comprometen en el debate público?”, pregunta el astrónomo-antropólogo y se responde con un aire de indignación. “Muuuchos –sí, así con muchas u- de nuestros colegas opinan que el debate público y que la discusión en esa arena sobre qué criterios de verdad aplicar para tal o cual tema no son de su injerencia, que solo la cuestión técnica les compete”.
Una de las claves, para él, es la popularización de las ciencias. Dicho de otro modo, el que no comunicó, se embroma. “Si querés participar más de ese debate, deberás considerarlo parte de tu trabajo, de tus responsabilidades profesionales. Tendrás que sentarte a debatir con otros actores que tienen otros criterios, como hacemos en una sociedad democrática respecto a cualquier cosa”. Esa tarea no es tan valorada por el sistema científico como la investigación y, aunque ha habido avances, puede que no sean suficientes o que hayan llegado tarde. “Uno no puede esperar a una situación de crisis para mostrar la enorme relevancia de comprender la complejidad con la que construimos conocimiento. Eso debería ser parte de la formación básica de todo ciudadano”.
Porque el conocimiento es como ese juego en el que no se puede decir ni sí ni no, ni blanco ni negro. “No existe una dicotomía entre una verdad absoluta, simple, y la idea de que todo da lo mismo. No parecen funcionar las cosas en ese contraste tajante. La experiencia no permite seleccionar una única respuesta para cada cosa”, enfatiza López.
Se trata de entender por qué las personas pueden empatizar con las denominadas pseudociencias y aprender de eso. “Si vos te fijás cuáles son las críticas por fuera del sistema experto científico a decisiones como las de la pandemia u otras, en general, lo que encontrás es que apuntan a una desconfianza sobre el vínculo entre la ciencia y el poder”. El problema, para este ‘astropólogo’ -al que no le horrorizan los juegos lingüísticos- es que “lxs académicxs casi nunca se hacen responsables de ningún tipo de implicancia ética o de sus relaciones con el poder”. La socióloga Irrazábal aboga esa idea. “No porque sea científico es favorable para la persona. Incluso en cuestiones de salud hay muchos ejemplos donde han sido completamente devastadoras en la vida cotidiana de personas o comunidades”. Algo así como que si es Bayer, no siempre es bueno. A veces, es Monsanto.
La socióloga, la filósofa y el ‘astropólogo’ se rehúsan a usar la palabra pseudociencias para referirse a los conocimientos extra-académicos. Entienden que llamarlos así es peyorativo. Proponen, en cambio, re-enmarcar el debate para sacarlo del juego de oposiciones. Asumir la pluralidad como riqueza y no como problema y embarrar un poco el laboratorio.
Combatir las pseudociencias peligrosas
Diego Golombek, doctor en biología e investigador principal en CONICET, tiene una visión diferente. Para él, “la pseudociencia es una serie de afirmaciones o de prácticas que se presentan como de acuerdo al método científico, pero claramente no lo son”. Y las divide en dos grandes grupos: “las que son claramente disparatadas, como el terraplanismo o la astrología (que es claramente una superstición que no tiene ninguna base, pero que no le hacen mal a nadie) y las que aplican a la salud individual y pública”. A estas últimas, “hay que combatirlas con todo lo que tengamos a nuestro alcance de una manera empática, no agresiva”, asevera. “Si alguien viene con una pseudociencia a afirmar que las vacunas no sirven o que hacen mal, no lo podemos dejar pasar. Si alguien necesita un tratamiento particular de la medicina y, sin embargo, opta por la homeopatía o las flores de bach, que no tienen ningún sustento científico, hay que plantar bandera”.
Golombek admite que los conocimientos científicos no son los únicos relevantes, “pero lo que no puede ocurrir es que algo se presente como ciencia, se arrogue ese valor para tener algún tipo de jerarquía cuando en realidad no lo es. El conocimiento artístico, el intuitivo, son válidos. El problema es cuando algo se disfraza de ciencia para ocupar lugares que no debiera, en la mayoría de los casos, porque hay intereses detrás: comerciales, ideológicos, militantes, etcétera”.
Como buen biólogo, encuentra una posible explicación en la evolución. “Tenemos un cerebro al que le gustan las explicaciones sobrenaturales, mágicas o poco racionales. Probablemente tenga una explicación evolutiva. Frente a la posibilidad de no entender algo o arrogarle una explicación sobrenatural o espiritual, elegimos esa creencia que nos satisface, nos baja el estrés, nos deja más cómodxs. La ciencia en general no tiene respuestas absolutas como sí tienen las pseudociencias, los mitos o la religión. Por lo tanto, nos deja un poco más ansiosxs. Tiene más preguntas que respuestas y, en general, esas preguntas abren nuevas preguntas y es un camino que nunca acaba”. Solo leerlo da ansiedad. El cerebro pide calma y una respuesta cualquiera bastará para sanarlo.
“Frente a una pseudociencia disfrazada de saber con condimentos que incluyen una forma de presentar los datos y los personajes, una parte de nuestro cerebro se siente apelada por esta manera fácil, cómoda y que te deja tranquilo”, contrapone con su característica voz calma este popular divulgador que divierte con sus experimentos en la TV Pública.
Golombek asume, también, una autocrítica. “La ciencia tiene mucha responsabilidad, sin dudas, en el auge de las pseudociencias debido a que hay una cierta actitud de torre de marfil o de pararse sobre un cajón de manzanas y dar un discurso en el que nadie entienda nada. Se ve que algo de gusto nos da, nos hace sentir un poquito dueñxs de cierta verdad y no queremos que nadie venga a disputarla”.
Al final, coincide con López en que la salida es la popularización del conocimiento. “Tenemos que contar lo que hacemos de una manera inteligible, sin detalles técnicos y con pasión por nuestras preguntas científicas. Considerar que contar lo que hacemos es parte de nuestra tarea”. Y derribar solo lo que signifique un riesgo. “En los casos en los que las pseudociencias realmente representen una amenaza para la calidad de vida o la salud, ir a enfrentarla con argumentos, tranquilidad, sin modos despectivos”.
Entrevistadxs:
María Martini. Profesora titular e investigadora en la UNM y en la Universidad de Buenos Aires.
Alejandro López. Investigador del CONICET. Sección Etnología, ICA, UBA
Gabriela Irrazábal. Investigadora en Ceil-Conicet UNAJ
Diego Golombek. Doctor en Biología. Investigador principal en CONICET. Profesor titular en la Universidad Nacional de Quilmes.