Hay algo de la condición humana que se replica en sus inventos. O, desde la perspectiva inversa, las creaciones del Homo sapiens revelan y reflejan su propio espíritu. El bronce, por ejemplo, que marcó toda una era unos 3300 años atrás y que se convirtió en elemento clave para desarrollar herramientas y armas, es, en realidad, una aleación. En otras palabras, una combinación de dos o más elementos químicos, de los cuales al menos uno es un metal. En el caso del bronce, se juntan el cobre y el estaño. A veces, se le añaden otros metales, como el aluminio, el níquel o el zinc para mejorar ciertas propiedades.
La lectura está casi servida, en bandeja de plata (aunque de ella hablaremos en la próxima ocasión): el trabajo individual es superado cuando se articula en equipo. Se potencian los recursos y las habilidades, se consiguen más logros. Juntxs somos más que separadxs, se cansaron de contarnos algunas películas y fábulas.
De trabajar juntxs bien saben lxs olímpicxs. Un poco porque organizar un evento para millones de personas no es una tarea para un solo individuo, otro poco porque el deporte es sinónimo de trabajo en equipo -si hasta el solitario boxeador o la individual lanzadora de martillo se abrazan con su cuerpo técnico cuando terminan las partidas-.
Y de bronce también saben estxs deportistas: al tercerx de cada competencia le dan una medalla de este material, para subirse al podio. Acaso porque el bronce es conocido por su dureza y resistencia a la corrosión, acaso porque una medalla olímpica es resistencia al olvido y a la corrosión causada por el tiempo. Aquí, tres historias que son prueba de ello.
Del rojo comunista al blanco olímpico
El mundo político, cuando quiere, cambia rápido. Imaginen, si no, el hipotético diálogo entre Seúl 88 y Barcelona 92, con una “baja” de forma pero no de contenido, entre ambos Juegos. Pero vamos en orden, que para eso está la historia. La Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (para amigxs y enemigxs, la URSS), potencia mundial y segunda nación con más medallas en sus vitrinas, había sido tapa en todos los periódicos durante los primeros meses de 1992. Digamos todo: la cosa ya venía jodida desde que el Muro de Berlín había sido derribado. A fines de 1991 parecía haber caído en una de sus batallas contra el capitalismo al perder mucha ventaja económica. La fría frustración del pueblo soviético ante la fallida Perestroika del ex presidente Mijail Gorbachov terminó con el ateísmo de aquel Estado de las mil y una naciones.
Conclusión: lo que ayer era la URSS (y que había sido la que más medallas había ganado en Seúl 1988, con 132 podios) se disolvió. Pero el Comité Olímpico Internacional les abrió la puerta a los países que la conformaban, con excepción de los bálticos, para participar bajo la bandera olímpica y el lema de Equipo Unificado: Armenia, Azerbaiyán, Bielorrusia, Georgia, Kazajistán, Kirguistán, Moldavia, Rusia, Tayikistán, Turkmenistán, Ucrania y Uzbekistán contaron con el beneficio de tener representación indirecta dentro de la edición XXV de los Juegos.
En la cita que se había dado cuatro años antes del arribo de la antorcha olímpica a tierras catalanas, la URSS había alcanzado los 1010 podios a lo largo de la historia olímpica y llegó a morderle los talones a su archienemigo norteamericano con la mitad de participaciones. La ausencia del himno soviético seguramente se habrá festejado como un gol (¿o un home run?) en Washington.
Pero, en medio de esa delegación, Liudmila Arzhannikova, Jatuna Kvrivishvili y Natalia Valeeva, integrantes del equipo de tiro con arco, no desaprovecharon la oportunidad y lanzaron su flecha en dirección a España. La Unión Soviética no existe más. Pero Rusia, Georgia y Moldavia, sí. El arco curvo con el que se metieron dentro del podio despejó todas aquellas dudas que se habían plantado sobre qué tan fuerte serían ahora. Ni el rojo comunista ni la hoz encrucijada por un martillo estuvieron en lo más alto del mástil, pero sí se subieron al tercer escalafón para colgarse esos poco más de 400 gramos de bronce al cuello.
(A propósito, ya que estamos con París 2024, no está de más contar que justamente fueron unxs científicxs galxs lxs que, en convenio con la Federación Francesa de Tiro con Arco, estudiaron la física subyacente al diseño óptimo de las flechas utilizadas en esta disciplina. Parece que, según la ciencia, elegir las plumas adecuadas para una flecha es la clave para ganar…pero eso Natalia y Jatuna ya lo sabían).
Dos países, dos pedales… y dos medallas
Pero no es el único caso que tenemos de que el mundo político cambia tan rápido como le pinta. O piensen, si no, en las dificultades para hacerse entender entre hongkoneses, británicos y chinos en Londres 2012. Mientras 15 años previos a la cita inglesa había quienes querían aferrarse y conformarse con el bienestar que algunxs se llevaban en sus valijas hacia la capital inglesa sin escalas, otrxs plantaban su trapo color revolución y lleno de estrellas en representación de la unidad. Pero volvamos a retomar algo de historia.
Con el socialismo tambaleando luego de ese fatídico 1991, el comunismo oriental comenzó la reestructuración y, así, se puso en marcha la reunificación de China, en manos de Deng Xiaoping. El mandamás estaba dispuesto y abierto a la adaptación de otras ideologías, siempre y cuando compatibilizaran con el aclamo del colectivo populista y la enaltecida autogestión del pueblo trabajador. Al sur de los nueve millones y medio de kilómetros cuadrados del gigante asiático se encuentra un pequeño, pequeñísimo pedazo de tierra, ocupado durante más de un siglo y medio por manos europeas, lejanas y ajenas al marco marxista de la República Popular China: Hong Kong. O, si prefieren el nombre completo, “Región Administrativa Especial de Hong Kong de la República Popular China” (ya se van dando una idea cómo funciona esto, ¿no?).
Un país, dos sistemas. Ese rincón de China, así como con el bronce, implicó una “aleación” que combina dos elementos. Esa fue la doctrina impuesta por Xiaoping para la convivencia del capitalismo europeo y el socialismo asiático, y lo que llevó al Reino Unido a armar los bolsos y abandonar la isla en 1997, permitiendo su (casi) unificación al Partido Comunista. O, al menos, por las próximas cinco décadas desde ese año. Es que aquel territorio costero debe terminar de adherirse al sistema socialista antes de 2047 (eso sí, pudo y puede participar como país independiente en los JJOO , y gracias a ese detalle es que podemos contar esta historia).
Con esta historia como telón de fondo -bueno, en realidad el telón fue el Velódromo de Londres, pero ustedes me entienden- la deportista olímpica Lee Wai See y su bicicleta hicieron poner la bandera hongkonesa en un podio olímpico por tercera vez en su historia, al obtener una reluciente medalla de bronce. Y qué paradoja que haya sido por detrás de las del Reino Unido (oro) y China (plata). Pero eso fue anecdótico. De bronce tienen que haber sido esos pedales para darle semejante logro a un país con apenas siete millones de habitantes. Nueve años después (el desajuste de los períodos de cuatro años es obra y gracia de la pandemia), Lee emprendió camino hacia Tokio y repitió la hazaña, luego de derrotar a la alemana Emma Hinze por el tercer lugar en la prueba de velocidad.
Dicen lxs que saben (investigadorxs de Australia e Inglaterra, más precisamente) que “las fuerzas físicas resistivas presentes en el ambiente de carreras de ciclismo (como las subidas o el viento, por ejemplo) influencian enormemente la relación entre la potencia de pedaleo y la velocidad total de carrera”. Vaya analogía para hablar del desarrollo (capitalista o comunista) de un país, de lxs que pedalean para avanzar, del viento en contra y de la mar en coche (y en bici). Pero eso es otra historia.
De La Plata al bronce (y al oro), sin escalas
No podía faltar, en esta pequeñísima síntesis, una historia argentina. El contexto del país de los últimos años no ayuda y el abandono de los deportistas por parte del Estado es ya moneda corriente. De base habría que hablar sobre qué tan mal está diseñado el sistema de apoyo y las normativas y políticas deportivas. Porque la presencia parece hacerse solamente para la foto. El Ente Nacional de Alto Rendimiento Deportivo intenta coordinar lo incoordinable. Las becas y los subsidios están (¿están?), pero no le hacen ni cosquillas a la inversión que tiene que hacer un deportista de élite que va al exterior a representar a la bandera argentina. Podríamos estar así hasta que desaparezca el capitalismo de Hong Kong.
Aunque, pesimismo a un costado, ante la adversidad sabemos hacernos grandes y siempre tenemos una esperanza. Pequeña, pero esperanza al fin y al cabo. Pequeña como Paula Pareto. Beijing 2008 fue la cita ecuménica del deporte, testigo de la primera medalla para el judo argentino. Con un metro y medio de altura y 22 años, se tomó “vacaciones” de sus estudios de medicina en La Plata y dejó su firma en la historia del deporte olímpico nacional.
Quizás no hace falta tener ningún peso estratosférico para cambiar las reglas del juego, ni para poner presión sobre el Estado y que llegue esa inversión soñada, que les provoca insomnio a los deportistas argentinxs. Quizás con menos de 48 kilos de categoría, alcanza para poner de espalda contra el suelo al sistema y con un ippon quede entre la espada y la pared (o entre el judogi y el cinturón).
(¿Habrá aplicado Paula, a la postre médica, alguno de sus conocimientos de biomecánica del movimiento para lanzar a sus rivales, recuperarse más rápido de las lesiones o aprender los misterios de la fisiología y la nutrición para que la bandera argentina flamee en dos podios? Solo ella lo sabrá).
La brillante medalla de bronce de Pareto ante la norcoreana Pak Ok-Song, todavía resuena entre las sorpresas y los logros más grandes de la historia del deporte nacional (pienso y recuerdo la halterofilia de Helsinki 52, Bardach en natación y las Leonas en Atenas 2004, el vóley en Seúl 88…y la historia sigue) .
Dos ciclos olímpicos después, el enorme logro de Paula quedaría en relegada a otro plano, en su historia personal: un poco por obtener el título de médica, y otro poco, en lo deportivo, por obtener otra medalla, nada más ni nada menos que la de oro, en Río 2016. Pero eso se verá más adelante.
Habrá que imaginar la cara de Jigorō Kanō, maestro de artes marciales, profesor, traductor y economista japonés del siglo XIX, cuando se entere que la disciplina que él inventó, que es olímpica desde 1964 (para hombres) y desde 1992 (para mujeres) tuvo, entre sus oros, a una médica argentina.
Agustín Mayor
Agustín Mayor es (muy) de Hurlingham, además de periodista deportivo con la misma proporción de certezas que de intriga. Tardó años en darse cuenta que le gustaba escribir, como también que no era bueno en los deportes, por lo que eligió el camino de estudiarlos y comunicarlos.